Alba

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— ¡Alto! —Gritó una estrangunlada voz femenina. — ¡Paren esto!

El carruaje aún no se había detenido por completo cuando Bianca salió dando tumbos. Se inclinó a la orilla del camino y vomito el desayuno sobre el césped. La barriga le dolía con cada arcada y sintió como él bebe dentro de ella le pateaba en protesta. Tomó aire pero de nuevo ese olor putrefacto y penetrante la acosó, sintió que algo más subía por su garganta y esta vez no pudo evitar manchar su vestido azul. No quería levantar la vista, sabía que por su culpa habían tenido que detenerse en el peor lugar posible.

Escuchó como se acercaba un caballo al trote y a alguien bajar de él. Jerome, su esposo, se paró junto a ella, bloqueando su visión. A su espalda el sol iluminaba el cielo primaveral y a una aldea muerta que descansaba a unos 30 metros del camino. Los cuerpos de los aldeanos consumidos por la enfermedad estaban tendidos en la hierba que comenzaba a crecer a su alrededor.

 Los cuerpos de los aldeanos consumidos por la enfermedad estaban tendidos en la hierba que comenzaba a crecer a su alrededor

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—Date vuelta, no vayas a mirar. —Le dijo su esposo mientras le ofreció un pañuelo.

Ella obedeció y uso el pañuelo para cubrirse la nariz y la boca, y respirar a travéz de él.

—Lo siento, fue demasiado para mí.

—Está bien, solo vuelve adentro para poder irnos de aquí. — El habitual tono jovial de Jerome estaba opacado por la preocupación.

Ayudo a su esposa a subir de nuevo al carruaje para luego montar su caballo y galopar hacia el frente de la caravana. Al verlo avanzar todos continuaron la marcha. Además del carruaje era un total de 15 soldados y dos carretas cargadas de provisiones y los regalos de aniversario para el rey y le reina.

Jerome, de 26 años, tenía el cabello negro y muy corto; sus ojos eran café oscuro y su piel apiñonada. Las facciones de su rostro eran toscas y gruesas; tenía el tabique de la nariz maltrecho por una práctica de combate que había salido mal hace casi diez años. Y sus cejas gruesas le daban un aspecto cerio que chocaba mucho con su verdadera personalidad.

Al llegar al frente mantuvo el paso junto a su padre, Cernis. Que era una copia más madura y encanecida de las facciones de su hijo.

—Ya había escuchado sobre el problema de la peste verde en el continente, pero nunca creí toparnos con algo así tan cerca de la capital. —Dijo Jerome

—Al parecer es más grave de lo que quieren aceptar. —Le contesto su padre. —Como sea, no es nuestro asunto. Volveremos a casa en cuanto terminen las fiestas.

—Bien, ya extraño las islas.

Dentro del carruaje reinaba el silencio. Bianca estaba acompaña de su hermana menor, Joanney, y su cuñada, Aylín. Pero después de tres semanas de viajar encerradas en esas cuatro paredes de madera tallada, sus sentimientos fraternales habían sido remplazados por el hastío y la indiferencia.

Ambas hermanas tenían el cabello castaño claro, los labios gruesos y los ojos azules. Y aún que el parecido familiar entre ellas era evidente, un inmenso abismo las separaba. Joanney poseía un porte y elegancia con el que Bianca solo podía soñar, sus ojos eran más grandes y expresivos, era introvertida e indiferente pero eso le daba un aire misterioso muy seductor. Pequeñas pecas adornaban sus mejillas, frente y nariz haciéndola ver encantadora.

Pero en Bianca esas mismas pecas eran excesivas y se volvían un manchón en su rostro. Su piel era mucho más pálida desde que estaba embrazada y a veces le daba la impresión de parecer enferma.

Rato después de haber dejado la aldea muy atrás, Aylín se inclinó hacia delante para abrir una de las ventanillas del carruaje, sacó la cabeza y aspiro profundamente el aire limpio de afuera. Al verla Joanney esbozó apenas una media sonrisa.

—Eso no es propio de una dama. —Dijo Bianca.

—Aquí adentro aún huele a muerto. Si no haces lo mismo volverás a vomitar. —Aylín no siempre era tan brusca, pero Bianca llevaba esas tres semanas sin soltar un libro sobre buenos modales en la corte, y lo que había comenzado como intentos de hacer conversación se convirtieron en insistentes regaños.

Aylín acababa de cumplir los 20 años durante el invierno pasado. Su cabello era de un negro intenso y sus ondulaciones llegaban hasta el final de su espalda. Su rostro era redondeado y su mentón afilado, su piel clara contrastaba con su oscuro cabello. La boca la tenía pequeña y su labio inferior era ligeramente más grueso que el superior. No se consideraba a si misma bonita, su belleza era bastante promedio. Pero el rasgo que más llamaba la atención eran sus ojos de un violeta muy vivo. Sololos bendecidos con la magia de los Dioses tenían los ojos así.

Volvió a sacar la cabeza para inhalar de nuevo, esta vez más despacio.

— ¿Huelen eso?

— ¿Qué es? —Preguntó Joanney sin aparente entusiasmo.

—Huele a pan recién hecho y a... —Volvió a inspirar. —Agua, muchísima agua.

—Debe ser el lago que rodea la ciudad. —Bianca se inclinó para poder asomarse por la otra ventanilla. —Dicen que es gigante. Gracias a los Dioses, al fin llegamos.

El carruaje comenzó a bajar la colina, y a lo lejos pudieron ver decenas de techos de las granjas que rodeaban el lago. El agua reflejaba la luz del sol y más allá una isla se alzaba imponente. Desde donde estaban aún no alcanzaban a ver el castillo , pero sabían que faltaba poco. Era mucho lo que se contaba sobre la capital "Alba", sobre sus riquezas, sus mercados, su cultura y su comida.

Las tres no pudieron evitar emocionarse. Hasta hace un mes ni Aylín, ni Joanney hubieran soñado con hacer ese viaje, pero las cosas cambiaron de un día para otro cuando llegó aquel mensaje. Aylín se acomodó en su lugar con una ola de nerviosismo invadiéndola. Recordó porque su padre había permitido que lo acompañara. El rey había expresado su deseo de conocerla durante esa semana de fiestas.

Ojos Amatista - Espíritus Nocturnos 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora