Furiosa
El reloj del salpicadero marcaba casi las doce cuando por fin se subieron al coche. La visibilidad era tan limitada que su padre tenía que usar las luces largas para iluminar la carretera.
Hacía una noche preciosa, de cielo estrellado y brisa cálida, y Elizabeth se sentía feliz por el mero hecho de haber dejado atrás su espera aeroportuaria. Ni un mísero bocadillo les habían dado en el vuelo, pero si todo iba según lo previsto en unos minutos estaría en casa, la nevera llena y las ventanas abiertas con la brisa del mar llenando todas las estancias. Este pensamiento tan sencillo le hizo sentir en paz.
—¿Tienes hambre? ¿Has cenado? —su madre se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa radiante. Cinco abrazos y varios besos después, seguía con ganas de achuchar a su hija.
Elizabeth negó con la cabeza.
—He cenado algo en el aeropuerto.
—Qué pena, tu padre ha comprado unas piezas de caza exquisitas.
Su padre la miró por el espejo retrovisor y sonrió con orgullo.
—Mamá, ya sabes que no como carne. Y menos de caza.
—Así estás de delgada. —le reprochó su progenitora.
Elizabeth puso los ojos en blanco. Daba igual cuántas veces repitiera que era vegetariana, sus padres nunca lo respetarían, ni eso ni otras muchas cosas que atentaban, al parecer, contra su manera de encauzar sus vidas.
—Tu madre tiene razón. Cuando has salido del avión me ha costado reconocerte.
—Papá, no exageres. El médico dice que estoy en mi peso ideal. —refunfuñó, cansada de mantener la misma discusión cada vez que los visitaba.
Parecía obvio que estaba fuera del alcance de sus progenitores comprender sus preferencias alimenticias. Pero con veintidós años sobre los hombros, ya nada le sorprendía. Sus padres no entendían ni su vegetarianismo ni la mayoría de sus elecciones o preferencias. Cuatro años después de que hubiera partido rumbo a Madrid para buscar trabajo en la capital, seguían teniendo la esperanza de que algún día regresara a Huelva, su tierra natal. ¿Pero regresar para qué? ¿A la vida aburrida de provincias? ¿A la asfixiante certeza de que todos la conocían?
Cada vez que ponía un pie allí, se topaba con gente de su pasado a la que hacía años que no veía pero que la seguían tratando como si hubieran coincidido el día anterior. Esas mismas personas se consideraban, además, con derecho a opinar sobre su vida, y no eran pocas las miradas curiosas y los comentarios insidiosos los que aguantaba cuando la paraban por la calle. Al menos en Madrid podía ser una ciudadana anónima. Allí no tenía que soportar el constante acecho de sus vecinos, pues la gente directamente no se metía en los asuntos de los demás.
Así que no, Elizabeth no tenía ninguna intención de abandonar su vida en la capital para confinarse en una localidad en donde hasta el panadero la saludaba como si fueran amigos íntimos.
Cansada de dar explicaciones que no iban a ser entendidas, se apresuró a cambiar de tema. Era el mejor de los recursos cuando la conversación circulaba por caminos que no le interesaba tomar:
—¿Han llegado ya los O'Connell?
—Mañana. —dijo su madre con manifiesta alegría. A Isabel siempre le gustaba la compañía de los O'Connell, sus mejores amigos. —Les dijimos que llegaran un día más tarde para que pudieras acomodarte.
—No tenían por qué hacerlo, pero muchas gracias.
—Bueno, es que este año vamos a tener que hacer algún cambio.
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Otro atardecer
FanfictionHa llegado el verano. Elizabeth quiere irse de viaje con sus amigas, pero nunca ha sido capaz de anteponer sus deseos a los de su madre y tendrá que conformarse con pasar sus únicos días libres en la casita que su familia tiene en la playa. El probl...