Capítulo 8.

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Verdun Sur-Mer, Francia

12 de septiembre de 1916

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"La ventisca de nuevo liaba la luz del cielo, el frío se alteró a mi aliado, el atonar de los cañones parte de una larga melodía sin fin, la muerte mi amiga y su sangre mi bebida".

Llovía a cántaros, mis botas estaban empapadas y hundidos bajo treinta centímetros de barro, me cubrí la cabeza con una manta impermeable para evitar que mi sopa se enfriara con el ambiente, cucharada tras cucharada, era la primera vez que disfrutaba de una comida así en semanas, era de pollo, y sólo lo comíamos cuando llegaban nuevos suministros.

A mi frente el cabo Rüdiger Möhn, recargada su espalda en uno de los troncos del muro de la zanja, sentado sobre una caja, apenas de alto un metro con sesenta centímetros, si levantamos un poco la cabeza seguramente éramos el punto de mira de cualquier francés, las ratas se transportaban sin miedo entre nuestros pies, tamaños impresionantes alcanzaban similares a los tejones, tejidos carnosos y la linfa formaban parte de nuestro suelo, pisábamos cadáveres a nuestro paso y los cráteres adornaban nuestro alrededor pensando en aquel astro que se veía por las noches, negra negra la tierra como siempre, troncos astillados levantados en el lugar y sus ramas chamuscadas, mis oídos desgastados por la constancia de las detonaciones; lo llamaba mi nuevo hogar.

Me miraba aquel muchacho, sentía su temor, su miedo, sus nervios... todo lo que sentimos cuando somos nuevos en este lugar, ya no tenía nadie con quien hablar entonces levanté mi mirada y le pregunté:

-¿Tienes novia cabo?

Temeroso de si mismo contestó con un "no".

Agaché la cabeza e hice una mueca de lástima, mientras ingería lo poco que quedaba de mi sopa en el casco.

El tipo se intimidó por un momento bloqueándose de palabras por su nerviosismo y sin tomarlo a importancia y al acabar mi sopa dejé el casco en su respectivo cadáver justo por arriba de mí, era francés. Me dejé caer sentado entre el muro y el suelo recargando mi espalda mientras sumergí mi mano diestra en el bolsillo de mi pantalón, tomando una cajilla de cobre.

La abrí y en su interior tomé un cigarrillo que consecuentemente llevé a mi boca hasta encenderlo, humeando en una ocasión le comencé a hablar al cabo Möhn sobre las mujeres de Munich, le hablé sobre el festival de la cerveza en octubre.

- No fue hasta que comenzó la guerra cuando cancelaron todos los preparativos para el festival... aún no tenía el permiso de mis padres para ir; pero era obvio, me iba a casar y no quería desperdiciar mis últimas semanas de soltero en alquilar un traje o seleccionar los adornos de la boda. Quería divertirme, invité algunos amigos de la escuela, invertimos un poco de dinero para cada quien y ahorramos para cuando se inaugurara aquel festival. Cuando comenzó esta guerra y todos en las calles y plazas gritaban himnos patrióticos anunciando el conflicto con Francia, Inglaterra y Rusia no sólo me desilusione, hasta pensé en reclutarme junto con mis amigos, pero no sabía que dividiríamos nuestros caminos, al final no pude casarme, todo se canceló y mis padres enfurecieron conmigo.

Noté que aquel cabo había terminado de escucharme y justo cuando iba a hablar:

-No me interesa lo que hayas pasado, sobrevive a esta mierda de guerra y es todo. -Le dije tratando de evadir su plática, normalmente me aburre que los demás me cuenten su vida.

Me levanté de la zanja y acuclillado me encaminé hasta el puesto de guardia, donde se encontraba Karl y Helmuth, otros novatos, me puse entre ellos dos y alcé mi fusil al frente de nuevo observando a la nada, ahora más peligroso que nunca.

La lluvia caía a torrenciales y en cada santiamén nuestros fusiles se atascaban, tuvimos que cubrirlos con una manta, ahora y no como antes habían tumbas, donde sobre las estacas colgaban los cascos de enemigos y amigos indicando su entierro allí mismo, pero la destrucción era tal que las bombas también perforaban los entierros profanando sus cuerpos, cientos había de ellos en todas partes que ya formaban el paraíso de ese diabólico lugar, las extremidades sobresalían entre la tierra, las ratas comían de ellos, los cuervos visitaban de lejos que aquí estaba la fuente de su alimento.

Los disparos pasaban sobre nuestros cascos a sonidos zumbones, unas veces los observas, otras veces no, por donde venían los disparos los intercambiábamos sin mucho efecto, entre las sombras ellos se mueven, escabullen sus cuerpos entre la maleza heterogénea, no sabes si las ratas que tienes corriendo por la trinchera son más hábiles que aquellos que avistas en tierra de nadie.

Cuando llega el anochecer, todo es aparentemente tranquilo, aún llueve, las gotas ya no son calientes, sino heladas, las ventiscas golpean nuestros cuerpos conjugándose con la húmeda lluvia provocando congestiones y dolores de anginas, unos ya enfermos tosen a catarro, cuando la lluvia moja esa putrefacta tierra no sabes si lo que pisas con linfas o barro; quizás ambas.

La mañana siempre era cálida, sofocante, niebla levantada, el agua evaporada de anoche se levanta en bruma entre nosotros; todo el barro que se seca al despedirse en gas brotan junto con su temperatura los olfatos terribles, la carne descompuesta, la pólvora sin quemarse, muchos tenemos que mojar nuestros pañuelos en las pequeñas charcas que se juntaron en la tierra y juntarlas en nuestras bocas, falleces con tan sólo estar aquí.

Este sitio es tan angelical como cruel, acompañado lo disfrutas y en soledad mueres cuando en casa es todo lo contrario.

Sentados y exhaustos, evitamos el sueño vigilando a los del otro lado, a veces pienso que ellos tampoco duermen por vigilarnos recíprocamente; Karl, Helmuth, Rüdiger y yo.


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