༺o༻
Múnich, Alemania.
Agnes no comprendía que ocurría. Pese a que su edad no alcanzaba aún los dos dígitos, ella entendía muchas cosas, situaciones, pero aquella emoción de su madre porque llegase la noche.
¡El cometa Halley, Agnes! Había gritado Lorraine, su madre. ¡Cruza nuestro cielo cada setenta y nueve años! ¿Ves lo afortunada que somos?
Ahí pudo comprenderlo, solo un poco más, pues no tenía demasiada consciencia del tiempo. Ella sabía que en los veranos despertaba cuando el sol salía y volvía a casa cuando se escondía. En los inviernos, bueno, ya sacaba cuentas cuando el estómago le exigía comida.
Agnes conocía a Lorraine, su bella mamá, por ser una adoradora de todo aquello que decorase el firmamento, se la pasaba encontrando formas que Agnes no veía, pidiendo deseos a estrellas fugaces y adentrándose a lo profundo del denso bosque para admirar los luceros. A veces la llevaba con ella, solo a veces.
Esa tarde del nueve de febrero, a días de cumplir sus ocho años, Agnes paseaba por la tienda de su madre, saludando a los clientes con un gesto de la mano, maravillándose una y otra vez del resplandor de las joyas y los colores, había más que en los arcoíris que se forman en el jardín de su casa.
Lorraine despachó un cliente, exaltada, creyendo que sería el último, finalmente irían a casa, sin embargo, el sutil sonidito de la puerta llamó su atención.
Una mujer alta, tan alta que a Agnes le pareció gigante, acompañada de un niño de gesto malhumorado, cabello tan negro y brillante como sus zapatos de charol y ojos tan azules como el cielo custodiando los arcoíris que tanto le gustaba ver.
La mujer pronto soltó la mano del chiquillo y se enfrascó en una conversación con Lorraine, buscaba algo en específico, estaba tan segura de conseguir una pieza única que la representase, que le advirtió que de no tenerla, le haría crearla, pues si todas las mujeres de sociedad tenía una prenda diseñadas por la famosa Lorraine Wilssen, ella, una rezagada de ese círculo de mujeres, también tendría que tener una.
Agnes se quedó con las manos cruzadas detrás de la espalda mientras el niño, conociendo a su madre, recorrió las vitrinas con ojo crítico, de vez en cuando arrojando vistazos a la niña rubiecita, que tampoco le quitaba la atención.
Ella poco había visto niños ahí, menos interesados en las prendas. Él caminaba con la espalda recta y los ojos invadidas por un frío interés, tras un primer recorrido, se acercó a ella.
—¿Cuál es tu nombre?
Agnes, convencida que había hecho un amigo nuevo, le sonrío y el niño frunció el ceño al notar que le faltaba dos dientes.
—Agnes, ¿Y tú?
El niño torció el gesto. Compartía clase con al menos, tres Agnes.
—Ulrich Gustav Tiedemann—contestó con orgullo, inflando el pecho ofendido cuando la niña rio.
—Qué feo.
El niño trató de ocultar la ofensa con un carraspeo. No le respondía que el suyo igual únicamente porque no lo creía y ante todo era un caballero.
—¿Todo este sitio es tuyo?—preguntó con interés.
Su padre le ha dicho que no debe crear relaciones con personas de bajo estatus, te tirarán a su lodo, le había dicho y él no quería decepcionarlo las pocas veces tenía tiempo para él.
Así que cuando Agnes negó, removiendo su bonito cabello fuera de sus hombros, él sintió un peso en el estómago. Cuánto le hubiese gustado tener una amiga más, quizás ella sí le gustase leer cuentos de piratas.
—Es de mi madre—respondió la niña y Ulrich rodó los ojos.
—Entonces será tuyo—repuso con obviedad—. Serás mía a partir de ahora. Mi amiga.
Agnes hizo una mueca de molesta, ella no le dijo que quería serlo, no sabía si era como los niños de su clase que les gustaba revolcarse en el barro y comer pegamento. Tenía que conocerlo primero.
—¿Te gusta comer tiza?—interrogó ella y él, asqueado, sacudió una negativa—. Bueno, podemos serlo entonces.
Mientras sus respectivas madres conversaban sobre quilates, estructura y cristales, ellos sin más entretenimiento que revisar los estantes, conversaban sobre lo que sea que les pasara por la cabeza.
A Agnes le gustan más los inviernos, a él también. Ulrich detesta el dulce, Agnes, por el contrario, lo adora. Ella prefería los perros antes que los gatos, aunque ambos les parecían tiernos, Ulrich prefería ninguno. Agnes sabía que el cometa Halley pasaba esa noche, Ulrich apenas se enteraba. Y descubrieron la agradable coincidencia que ambos cumplen un veintiocho.
Más de una hora después, cuando la madre de él encargaba un collar con una diamante negro, el más pesado que encontrase, recibía un paquete con una media docena de prendas, él, curioso por saber una cosa más, le preguntó a esa niña de sonrisa incompleta cuál era gema favorita y ella sin pensarlo le mostró su brazalete y contestó que el rubí.
Su madre siempre llevaba uno con ella, en aretes, prendas de cabello, brazalete o colgando del cuello. Agnes quería ser tan hermoso como lo era su madre.
Así que queriendo agradecerle a esa chiquilla por su amistad, pidió a su madre que comprase una cadena que combinase con su pulsera, aunque Lorraine se negó, Franziska y su poderoso nivel de convencimiento lograron adornar el cuello de la niña con un bonito collar adecuado a su edad.
Agnes despidió al niño con un abrazo, recordándole que no se olvide de ver el cielo, ella lo haría también.
La puerta se cerró y enfrascado en ese lugar olvidado quedó el recuerdo de una efímera amistad inocente.
Ulrich vio el cometa desde su habitación, Agnes desde el jardín que su madre con tanto aprecio cuidaba. Se imaginó el rostro de la niña siguiendo el cometa.
No dejó de verla cuando acompañó a su madre a recoger el encargo.
No pudo dejar de contemplarla, sollozante y con el corazón roto, cuando el ataúd que resguardaba el cuerpo frío de Lorraine ingresaba al mausoleo.
Y regresó por ella años después, para contemplarla desde las sombras, cautivado y ansioso, esperando el momento correcto.
ESTÁS LEYENDO
La Petite Mort I
RomanceDel fran. 'La Pequeña Muerte'. Acto de melancolía y trascendencia del espíritu al alcanzar la cúspide del éxtasis sexual. ... Criada en el seno de una familia de estrictas...