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Dios era bondadoso.

Ciertamente un padre ausente más veces de las que quisiera o pudiese contar, pero lo entendía, comprendía que, pese a su naturaleza omnipotente, relegaba para después lo que no consideraba una urgencia. Había personas padeciendo situaciones peores, cosas dolorosas e inimaginables, y si contaba con que el espíritu se fortalecía con cada batalla, mi sufrimiento fue un acto de bondad.

Eso lo aprendí de la teoría del volar de una mariposa, todo pasaba en el momento justo y correcto, porque cada acción, amerita una reacción y un segundo de diferencia, a cualquiera le pone la vida de cabeza.

Pudo haber sido peor, porque, ¿qué hubiese pasado si la abadesa no hubiese intervenido? No habría sido capaz de hacer tal indecencia, ¿por qué Dios querría mi orgasmo como penitencia? ¿Qué sentido tenía, si la palabra mencionaba que ese placer era para nuestros esposos?

Un pensamiento se sumó a la inmensa pila que tenía en espera para ser examinado.

¿Las hermanas podrían tocarse entre las piernas y nuestro señor lo disfrutaría? ¿O usarían esas técnicas si se sentían tentadas? ¿Ellas se tocaban para Dios? El fuerte y sagrado enlace entre Dios y ellas se le conocía como un matrimonio, se decía que ellas eran sus esposas y en esa unión se fornica para engendrar, y también por placer.

Deseché la idea que, pese a seguir los dogmas que la palabra manifestaba, no podía ser menos repulsiva.

Los nervios aglomerados como rocas en los hombros y la nuca me echarían abajo. Que cruz más pesada se postraba en mi espalda, siempre que ojeaba al padre Koffer dar el sermón de la semana, vistiendo con orgullo su túnica negra.

En la semana Dios finalmente veló por mí. Lo que sea que Clawtilde le dijo el viernes, esa urgencia que no pudo esperar a contarle, lo mantuvo lejos del templo, del internado y de nosotras esos días. De nosotras, porque, rememorando el vacío de la mirada de la compañera que salió de esa oficina apestosa a mirra, no tenía la más mínima duda de que ella no tuvo la asistencia de Dios y tuvo que pagar una penitencia.

Estaba segura de que se trataba de esa índole carnal, porque un golpe sacaba lágrimas, pero aquello te dejaba pasmada y ni siquiera tuve que atravesarlo.

El mal rondaba, estaba presente y al acecho en todos lados. Por eso la palabra rezaba que debíamos mantenernos cerca de él, para recibir su protección. en Efesios se mencionaba que la lucha era contra poderes y autoridades que dominan las tinieblas, ¿el padre sufriría una posesión?

—Agnes—Hilde susurró—. Me estás lastimando.

Solté su brazo de inmediato, no era consciente de lo que hacía, no podía domar el miedo que me hacía temblar cada vez que nos acercábamos al altar. Ulrich se apareció por mi recámara en la semana, ¿qué me hacía pensar que no estaba allí?

Carraspeé y preferí empuñar mi vestido antes que volver a clavarle las uñas a mi amiga. Esa mirada curiosa que me echaba fue recurrente, pero no tuve ni una migaja de coraje para revelarles lo que pasó, tenía vergüenza, me escocía la piel de nada más pensarlo. Probablemente podría con Uma, pero nunca estábamos solas.

Quería desahogarme y no tenía con quién hacerlo, y rechazaba categóricamente vomitarle situaciones que me inquietaban a mi madre, no perturbaría su descanso.

—Lo siento—murmuré, mi amiga me sonrío con calidez y en un gesto compasivo, regresó mi brazo al suyo.

—Oye, sé que lo que pasó con Rodrik fue horrible, pero aquí estás bien, estás a salvo—intentó tranquilizarme—. Déjame pellizcarte las mejillas, parece que te has espolvoreado harina en la cara de lo pálida que te miras.

La Petite Mort IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora