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Ulrich

         Theodore Schmidt desprendía un aroma a almendras y armario antiguo, encerrado por años. No tenía espacio en la piel para una arruga más, había perdido un dedo del pie cinco años atrás y por consecuencia, acompañaba sus distinguidos trajes de tres piezas con su clásico bastón victoriano enchapado en bronce.

Estaba más cerca de los cien años que de los ochenta, pero tenía un alma más obtusa que voluntariosa, con una inclinación por el buen vestir que le alentó a abandonar su carrera como médico cirujano de renombre para atender su atelier. Theodore Se negaba a morirse para no darle el gusto a Ferdinand de vivir sin su amarga presencia.

Horas atrás discutió con Helga, su querida y única hija, por su deseo de embarcarse en la tarea de encontrar prendas que se ajustasen a mi nueva imagen. Se le dificultaba respirar, caminar, vivir, pero sería un insulto gravísimo que su bisnieto atendiera a su negocio y él no estuviese presente.

La campana sonó anunciando el ingreso de nuevos clientes, un grupo de muchachas en sus tiernos diecisiete, cada una de ellas con sus cabellos erizados en extravagantes peinados y labios maquillados de un rosa escandaloso.

Sabía que el tiempo encerrado con hombres y mujeres de la vida alegre me explotaría en cuánto tocara suelo libre. No era posible que unas muchachas faltas de clase y distinción me despertaran una sensación tan primitiva como querer quitarles aquella espantosa parafernalia, para probar lo que ocultaban.

Aparté la mirada de las chicas profiriendo un quejido, Theodore por poco rompe el bastón en mi espalda.

—Más te vale estar libre, porque con una mirada se pierde el honor de un hombre, Ulrich—refunfuñó—. Te lo tengo que decir yo, porque tu abuelo y tu padre no saben lo que es respetarse a ellos mismos. Son unos vulgares prostitutos.

El ardor se extendió por mi columna.

—Ayer salí de la jodida academia, ¿qué te hace pensar que estoy comprometido?—espeté, moviendo los hombros para aliviar el dolor.

El viejo estaba que perdía los brazos, pero pegaba fuerte.

—Detrás de ese desinterés solo puede haber dos opciones: o tienes el corazón ocupado...—se acercó un paso más y susurró— o te gustan los hombres.

Tensé la mandíbula. Tenía el mismo discurso de Jörg, quién no podía dormir por las noches porque su hijo de doce años jamás llevó una amiga a casa. En mi cumpleaños trece, reservó una noche en mi recámara con una prostituta, una mujer despampanante y hermosa, de cabello como el fuego y ojos verdosos.

No estaba enterada de la edad de su cliente, no pudo realizar su trabajo, pero se encargó de adiestrarme para, cuando estuviese preparado, la experiencia fuese amena. Jolene, Genevieve y Florence me hicieron saber con sus gemidos, sonrisas de vergüenza y profusa humedad cubriendo mis dedos, que la enseñanza de Rebecca era diestra. Eran tan jóvenes como yo, catorce años, no pasó a más que besos y toques.

Perdí la cuenta de las veces que tuve los nudillos sangrando por esa asunción. No eres lo suficientemente hombre si no aprovechas y despilfarrabas tu dinero en las atenciones de una mujer que recorrió el batallón entero, recibiendo ofrendas a cambio de unos minutos de placer. Más de uno se llevaban a los cuarteles ladillas, clamidia y quién sabe cuanta porquería más.

Necesitaba explorar, tocar, besar y poseer a una mujer que fuese solo para mí, como yo lo sería para ella. Repelía la frivolidad de Jörg y Franziska, o el amor maduro y correcto de Helga y Ferdinand, quería hundirme en un sentimiento tan voraz y demoledor, que me costase respirar si me alejase, y necesitaba que ella también sintiese lo mismo, que nunca pueda tener suficiente de mí.

La Petite Mort IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora