"11"

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༺11༻


Ulrich



La maldita mujer no conocía el arte del espacio personal.

Me clavó las uñas filosas en la nuca, previendo que me hundiera la nariz en medio de sus exuberantes tetas, cubiertas por un trozo ridículo de encaje, levanté el vaso y bebí el resto del whiskey.

Jörg veía una lista insuperable de ventajas asistir a estos eventos de Costello Grove, el hermético club de caballeros, hombres de élite con ansias de expandir sus negocios y disfrutar de los placeres que jamás se niegan, pero aquí, ocultos del mundo, les parecía una entretención idílica.

No era sorpresa que Ferdinand desde que contrajo nupcias con Helga, se desentendió de este sitio.

En Costello Grove ofrecían coñac, whiskey, vino de la clase más exquisita, servido por mujeres dispuestas a llevarte al paraíso por una buena suma de dinero, joyas o secretos, lo que les convenía.

En la sala de la mesa redonda estrechaban la mano rivales de naciones en guerra, fumaban puros y para colmo, quién les acercaba el fuego, era el intermediario del conflicto, el príncipe del país anfitrión de todos los años.

El mundo era pequeño, mínimo, si quienes comandaban lo que acontecía en cada confín, no alcanzaban los veinte nombres.

A mi bonita Agnes le encantaría saber que el último integrante se trataba del famoso papa, la eminencia enviada por Dios mismo. Alardeaba de las conexiones del bajo mundo para complacer a sus clientes más exigentes, mientras se deleitaba los sentidos con el polvo que aspiraba de las tetas de una muchacha de rizos rebeldes.

Jörg decidió cambiar la membresía de Ferdinand para mí, viajamos por casi cinco horas desde Múnich hasta Londres y todo iba de maravilla, mi codicioso padre se encargó de sellar alianzas que rebosaron aún más los bolsillos y, por si no fuese poco, consiguió amores de una noche en una mujer asquerosamente idéntica a Franziska y me dio el regalo de pasar la noche con la que a mí me diera la gana de escoger.

El reloj en la pared marcaba la una y cuarenta de la mañana, tenía que soportar aún más de siete horas para regresar al país. Me relamí los restos del whiskey, pensando que demonios estaría haciendo Agnes.

—¿Tienes problemas para despertarlo?

Blanqueé los ojos. Tenía problemas para calmarlo.

—No.

Deslizó las manos por mi cuello, trató de sacar el botón de la camisa. Aparté las manos, sintiendo los estragos de la botella en los sentidos aletargados.

Mmm, ¿necesitas un masaje? Estos encuentros suelen ser muy estresantes.

Volví a alejarla de mí.

—Estoy perfectamente bien.

No se lo podía creer.

—Ya sé lo que pasa contigo—su uña delineó mi mentón—. Eres virgen.

Tomé su muñeca y la obligué a sentarse a mi lado, en el filo de la cama. La cabeza me pesaba, significaba un jodido esfuerzo mantener el cuello recto, per pude ver el marrón de sus ojos, vacíos, no eran nada en comparación de los que me enviaban injurias cuando me veían a través del cristal de la ventana.

—¿Cómo te llamas?—consulté, ella tenía la sonrisa tatuada, nunca se desvanecía.

—Tracy.

Asentí.

—¿De dónde eres, Tracy?

—Estoy bastante lejos de casa, pero eso no importa...—se arrojó al cuello de mi camisa como una fiera—. ¿Te molesta si te quito esto?

La Petite Mort IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora