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Mi cabeza punzaba dolorosamente, era un absoluto fastidio. Culpaba a ese aroma repulsivo de los cigarros que fallecían en los labios de Uma y el batallón de letras minúsculas al que me enfrenté desde primeras horas de la mañana.

Estrechaba y enfocaba la mirada en los renglones de cientos de palabras, analizar y deducir conceptos ambiguos y frustrantes para que el picor de la duda mermara. Lo intentaba, realmente lo hacía, quería dejar de pensar en la misteriosa nota pero no podía. Tomé la biblia, regalo de la tía Felicia, y sucedió dos cosas que me dejaron perpleja.

La primera. Había mil euros entre las hojas. La tía Felicia intuyó que, de enviar un sobre con la cantidad, jamás llegaría a mí. Y lo segundo fue que, navegando por el océano de versículos, saltando de testamento a otro... no encontré nada que refutara lo que la nota rezaba.

El sexo era parte de la buena creación de Dios, para proveer placer y satisfacción más allá de engendrar vida, era un regalo que dio tanto a hombre como mujer. ¿Entonces cómo sabemos qué era un acto perverso? Dios castiga a los que buscaban placer fuera de su matrimonio.

Lo que hice, ¿no estaba mal?

Cerré el libro con fuerza. Descubrí lo primero, podría moverme hacia la segunda interrogante, mucho más inmensa y preocupante: ¿quién fue el me atrapó tocándome?

La ventolera azotó las lápidas, removiendo la maleza que crecía descomunalmente. No sabía con certeza si quería descubrirlo.

—Agnes, te romperás el cuello—Yelda me ofreció una rama que arrancó de la tierra—. ¿Qué tanto buscas?

Las chicas detuvieron su conversatorio, todas me veían con intriga.

—Una cosa...

—¿Necesitas ayuda?—preguntó Hilde.

Palidecí.

—¡No!

—¿Estás segura?—consultó Yelda—. No te has despegado de esa biblia desde la mañana.

Podía no ser un pecado a los ojos de Dios, pero esperaba que no me hubiese visto. La vergüenza que me embargó luego de esas intensas sensaciones no se había esfumado de mí.

Negué con la cabeza y guardé el libro dentro de mi mochila.

—Estoy bien—les tranquilicé, aunque la inquietud crecía cada minuto.

—Bien...—musitó Hilde. Su cara transformó en una mueca de desagrado—. Uma, mi ropa apestará y las prendas son nuevas.

—Le queda poco, ¿ves?—le contestó ella, enseñando su cigarrillo a la mitad—. Me ofrezco a lavar tu ropa si te regaña tu abuela.

Hilde no se mostraba de acuerdo.

—Más te vale.

Las nubes densas ocultaron los pocos rayos de sol, el tono de las tumbas combinaba con el gris del cielo. Era un día triste, se pondría peor cuando viniese Melhor por nosotras, siempre teníamos que esperar que terminara sus clases en la universidad.

El ruido de los animales apoderándose del bosque cercano aterraron a Hilde, con los ojos abiertísimos de susto, pidió que nos acerquemos a la entrada del colegio, temía que los restos de las antiguas profesoras devotas, escalaran fuera del mausoleo.

Yelda contaba el proceso de la boda de su hermano, estaba más entusiasmada que él. Recordé el vestido que Annette y Melhor me arrebataron y sentí la rabia llamear en mi estómago. No importaba, tenía dinero suficiente para comprar cinco más, y compraría un bonito bolso que combine también.

La Petite Mort IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora