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—Agnes, pruébate este.

Hilde me mostró un vestido del largo y abarrotado perchero. Era sin dudas encantador, de un satín amarillo pálido, cuello decorado pequeñas perlas y hombros inflados... pero como el resto de prendas de esas tiendas, se escapaba de mi ridículo presupuesto.

—No, este—Yelda mostró otro, bastante similar a la opción de Hilde—. Es rosa, te gusta el rosa, ¿no?

Solté el aire por la nariz, había repetido lo mismo incontables veces.

—Ya les dije que tengo un vestido que me envió la tía Felicia—mentí, en realidad no tenía nada nuevo que usar.

Todos los vestidos para galas especiales que podían quedarme, eran aniñados, ridículos, infantiles. Y para empeorar la situación, me apretaba en los pechos dolorosamente.

Tendría que escaparme a un almacén mayorista para conseguir una pieza que se ajustase a mi presupuesto si no podía hacer que Annette me prestara uno de los suyos, pero no era opción asistir a la gala de recolección de fondos para las familias vulnerables de la ciudad, vistiendo un traje que me haría parecer de doce años.

Uma se acercó con los brazos ocupados por distintas prendas, aunque ninguna salía de su usual y formal negro.

—¿Qué importa? Estamos aquí para comprar, no para ver—se encogió de hombros—. Dios no te va a castigar por tener más de cinco vestidos, Agnes.

Eso sería bueno. Me estaría premiando.

—Ay no, eso es codicia—la increpó Hilde, con el ceño fruncido.

—Eso es lo básico, Hilde—Uma defendió su argumento, señalándola y añadiendo—. Y eres la última que puede hablar, te la pasas de compras con tu abuela, ¿sabes lo que te hace eso?

Yelda contemplaba el intercambio como yo, en silencio sepulcral.

Hilde acomodó se acomodó las manos en las caderas, una pose coqueta que me hizo sonreír, era muy propia de ella.

—¿Una chica con estilo?—repuso y Uma negó, su cabello corto apuntaba en varias direcciones.

—Una farisea.

Yelda se cubrió la boca y fingió toser para no echarse a reír por la cara de total ofensa de Hilde.

Esas discusiones eran de lo más habitual entre ellas, para ninguna era un secreto que Uma renegaba completamente de nuestras creencias, era uno de los tantos corderos descarriados de la institución. Yelda seguía sus pasos y era feliz, salían de fiestas seguidos y a veces nos contaban cuando se enrollaban con algún chico.

Hilde, por su parte, creía con firmeza en la palabra de nuestro señor. Como yo.

Me ojeé las cicatrices recientes a lo largo de mis dedos. Marcas que llevaría en la piel siempre, por permitirme darle rienda a las presunciones del demente, por indagar, en una clase del antiguo y nuevo testamento, si Judas Iscariote seguía lo que estaba pactado en las escrituras, ¿por qué lo repudiábamos, si fue ellos fueron los autores? ¿No debería tener el mismo estatus que el resto de apóstoles, por cumplir con la palabra?

Recibí la dolorosa penitencia y ninguna respuesta.

—Si les estoy diciendo que ya tengo vestido, es poque es así—dije sonando molesta, esperando que así se comprendiera—. Las quise acompañar porque es agradable salir de casa de vez en cuando.

Gloria a Dios, Melhor ni Melliot nos seguían los pasos, Gertrude, la dulce abuela de Hilde, se ofreció a buscarnos y dejarnos en casa en las horas correspondientes. Debía estar en una café devorándose una porción de pastel de chocolate, caminar no era lo suyo.

La Petite Mort IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora