"10"

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Escuché el sonido de la ventana mientras enjuagaba la espuma de mi piel. Sentía el espectro caminando a mi par, separados por una pared. Luego de limpiar el espejo para escrutar mi reflejo, el olor a tabaco se adentraba a hurtadillas por el resquicio entre el piso y la puerta.

Conocía la jornada a detalle desde que le dio la gana de imponerla. Las primeras semanas me enojaba, me provocaba una ira tan bruta que despertaba un sentimiento agresivo e inusitado en mí. Quería estamparle el libro que tenía en las manos a la cabeza. La idea de lanzarle agua hirviendo no se cumplió porque tendría que recorrer la residencia con el balde en las manos y de encontrar a quien sea, me lo echaría a mi encima.

Mi alcoba se convirtió en una prisión nocturna, Ulrich Tiedemann en su más fiel y demente carcelero.

Pero como él aprendía de mí, yo también notaba aspectos de él. Y el saberme afectada por tenerle cerca, aterrada, nerviosa o expectante, le generaba el éxtasis suficiente para bosquejar una sonrisa excedida de satisfacción.

Por lo que, contra mi apetito por causarle al menos un ápice del daño que me causaba, decidí voltearle el juego. Trataría de volver a vivir como lo hacía antes de que estuviese rondando como un demonio por allí.

Volvía de cenar, entraba a ducharme, me vestía escondida en cuarto de baño y salía a rociarme de esencia de rosas y loción, para escoger el libro, encender la vela y ocultarme bajo las sábanas hasta quedarme rendida. Sin darle un mísero vistazo y por lo visto que anulara su agobiante existencia, lo tomó como lo que era, un insulto, pues las últimas tres noches se encargó de abrir la ventana y acomodarse en el filo, con algún libro en la mano.

Violentó el límite erigido por el cristal, pese al desequilibrio de no saber como tomar que estuviese allí, a cinco pasos de mí, mientras el sueño me invadía, no quise demostrar que su movimiento fue certero, pues me regresó a inicio de la partida.

Colgué la toalla y tras una última mirada a mi rostro disfrazado por esos surcos morados debajo de mis ojos, abrí la puerta de golpe y le clavé la mirada. Él solo levantó el libro y se llevó mi preciada taza de té de frutas a la boca con orgullo y soberbia.

La manera sutil que tenía de posar los labios en la loza que perteneció a la época de la regencia inglesa, para consumir la bebida humeante, no tenía nada de indecoroso, pero saber que situamos los labios en el mismo sitio, lo sentí obsceno.

Cerré la puerta y agité la mano frente a mi cara. Podría quedarse la taza, tenía otras más.

—Mi recámara apesta por tu culpa—espeté—. ¿Será que regresas a tu nido, Cuervo de mierda?

Casi se ahogó con el té. Abrió la mirada, la impresión y el deleite refulgían en sus pupilas dilatadas.

—Vaya, ¿qué es eso que mis oídos acaban de registrar?—sondeaba irónico—. ¿Agnes escupiendo palabras altisonantes? ¿Qué sigue? ¿Agnes invitándome un sándwich? ¿Agnes besándome?

Rodé los ojos. Se desmayaría si eso pasara, era evidente que no podía pasar las noches sin verme, me convertí en su necesidad sin quererlo.

Me senté en la silla frente al tocador, solté mi cabello y comencé a peinarlo pacientemente.

—Esta noche estoy de buen ánimo—le dije a modo de advertencia—. Haz lo que quieras, pero no perturbes mi ambiente, lo quiero intacto.

Una sonrisa fue su respuesta. No habló más por el resto de la noche, pero la siguiente, ataviado en un trajo forma, seguramente prófugo de algún evento importante.

La Petite Mort IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora