"13"

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Perdí la lucidez, pues sentí que el tiempo, la brisa y el torrente de lluvia se paralizaron, pero no pudo apaciguar la cadencia desenfrenada y caótica de mi pulso.

Tan firme como la piedra percibía mi figura, hubiese sido propicio quebrarme en pedazos por el inclemente retumbar de mi corazón, para despedazar el sentimiento paradójico entre el querer y el deber cuando, finalmente, obtuve respuesta ferviente de su boca.

Me enloqueció caer en cuenta lo sencillo que la ira cimentaba la culpa. No registré más que el impúdico deseo de meterme bajo su piel o tenerlo dentro de la mía, cualquiera vendría bien.

Estaba mal, todo lo estaba. El santo lugar menos propicio para cometer indecencias, la ferocidad de sus manos tomando mi mandíbula y la mía de seguir el contacto, pero el fuego de mis deseos enaltecidos y avivados por la ira y la rabia escociendo, hicieron arder el espíritu racional habitando en mí que me exigía que lo apartase.

Mi piel se erizó cuando sus manos heladas se escondieron entre la tela de terciopelo y mi espalda y se dedicaron a trazar mi cintura, como si buscase aprenderse mis linderos, confines y recovecos. Me intimidó su redoble de esfuerzo y el paso de su lengua caliente dejando el rastro de experiencia que a mí me escaseaba en creces. Pero lo que no sabía, no me costó nada aprenderlo, eso me gustaba también de mí, me consideraba una rápida aprendiz.

Toqué su fuerte mandíbula, enredé los dedos en su cabello negro y espeso, encajé las uñas en su nuca, me debatía entre causarle daño o no permitir que se apartase. Estaban tan obscenamente caliente y vulnerable, que ambas opciones me parecieron adecuadas.

Sabía su nombre, el de sus padres, qué hacía los fines de semana y añadía a la estúpida lista, que no solo era hábil domando caballos, también lo era besando. Como lo odiaba, lo detestaba a él y a mí, por disfrutar de sus besos con sabor a chocolate, tabaco, a lluvia y a mis lágrimas.

Cuando mis pulmones quemaban por la carencia de aire, se apartó unos odiosos centímetros de mis labios.

—¿Qué carajos ocurrió?—susurró, su tono grave ensamblaban el enojo que su mirada esputaba.

Mi respuesta fue regresar a su boca. Colocó su palma en mi abdomen y me alejó lo suficiente para enfocar mis ojos en la negrura de la noche, la rabia hirvió en mis venas. Debía estar de rodillas agradeciendo que recurro a él, no tener el tupé de querer hacerme rogar.

—Agnes, te estoy hablando—sonaba desconcertado—. ¿Fue la zorra de Tully o alguno de sus engendros?

Enganché las uñas en el cuello de su camisa negra. Mis manos eran suaves y gentiles, pero si apretaba un poco allí, quizás entendiera que quería su cuerpo, no su voz.

—No quiero escucharte—musité, acariciando la piel de su cuello. Su pulso y el mío eran los mismos. Irrefrenables—. Te prometo que no quiero oírte.

Empuñé su camisa y le hice caminar hasta el sepulcro. Se sentó sin cuestionarme, reduciendo la burlesca diferencia de estatura entre los dos.

Está mal, Dios te mira, Dios castiga.

Pero Dios perdonaba pecados más graves y grotescos, ¿por qué no me lo otorgaría a mí por fornicar una vez? Él lo entendería, como yo he comprendido su ausencia. Lo haría, porque es piadoso, es comprensivo.

Lo besé otra vez, no desperdicié un segundo en pensar que hacía y con quién, la lluvia deslavó mi buen juicio. Lo besé y él me correspondió con ímpetu, me dejaba inmutada, perpleja, provocando oleadas de fervorosas de necesidad que descendían por mi columna, dónde sus dedos rozaban con gentileza y acababan en un río caliente en mi vientre.

La Petite Mort IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora