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—Por este nuevo inicio en tu vida—Ferdinand levantó la copa de vino—. Llena a tu abuela de agradecimientos, de no ser por ella, seguirías tragando sopa de témpanos hasta tus dieciocho años.

Pasé la mano por el cuello para mitigar la sensación de acidez que arrastraba de la noche anterior, por beber alcohol del más módico ocupando el mercado. Nunca había consumido tanta baratija en tan poco tiempo, tuve suerte en levantarme esa mañana, aún sentía el estómago burbujeante.

—¡Prost!—las copas tintinearon cuando el brindis se completó y los brazos de mi señora abuela no demoraron enrollarse en mi cuello. Nadie ofrecía abrazos como ella, eran más semejante a un atentado contra tu vida que a una dulce demostración de amor—. No tiene nada que agradecerme, hice lo que se tenía que hacer. No puede desperdiciar su vida en un lugar como ese, ¡tienes que vivir y celebrar! No perder las noches patrullando pasillos.

Tuve intenciones de aclararle que lo peor de atender una academia comandada por militares no eran el puesto de centinela, evidentemente era la asquerosa comida, pero preferí callarme por el disfrute de la velada.

Degusté el sorbo de vino y el trozo de queso despacio, la mezcla de sabores me hizo tensar la mandíbula. En comparación al pan duro y la papa desabrida que servían en las cenas, aquello era un manjar.

Ferdinand me observaba con ojo crítico desde la punta de la mesa. No cambió nada, seguía teniendo el mismo aspecto serio y adusto, un poco aliviado por el rubio oscuro de su cabello, pero reforzado en las canas y la mirada de los mil años. Parecía que sabía mucho sobre todo, quizás por eso supo que lo mejor era enviarme a un internado lejos del revuelo que armé, luego de, con catorce años, buscar entretención en allanar y esculcar casas de conocidos, gente de poder, dueñas de secretos más valiosos que cualquier propiedad que pudiese poseer.

—Confío en las decisiones de mi esposa, si ella me asegura que tienes la cabeza sobre los hombros y no olvidada en un callejón de mala muerte, entonces lo creo ciegamente—picó una aceituna, se la llevó a la boca y luego de tragar, continuó la charla—. Comenzarás asistir a la compañía por las tardes, las mañanas las tendrás ocupadas en tu educación. Te pido que respetes a tus profesores, no van a tu casa por amor a la enseñanza, ¿de acuerdo?

Me costaba mantener el cuello recto. Necesitaba con urgencia desaforada descansar en un colchón hecho de nada más que plumas y algodón cuanto antes y por una semana entera sin interrupciones. Mañana me encargaría de los asuntos que dejé al pendiente tras mi partida.

Uno de ellos tenía el cabello sedoso y brillante como el oro, ojos puros como el café y esperaba que la misma estampa de virgen inmaculada que solía poseer.

Tomé un pedazo de jamón y tras un trago más de vino, asentí.

—Completamente.

Bebí hasta vaciar la copa, saciado.

Estaba genuinamente agradecido con Ferdinand. Jörg, mi padre, pudo haberme arrojado a prisión, no perdería una tarde de trabajo para hacer lo que el abuelo hizo por mí. Mandar a masacrar a los compinches para que no pudiesen mencionar mi nombre, hubiese sido una mancha imborrable para el negocio de la familia que el heredero estuviese cometiendo vandalismo en las casas de quien tenía el poder legislativo para detener la comercialización de nuestro producto dentro y fuera del país.

Y, además, prefería pasar tres años en el internado que una mugrienta prisión. Las primeras semanas era tu obligación adaptarte a la ley universal de cualquier sitio sobrecargado de testosterona: sobrevive el más fuerte, no el más inteligente. Todo conocimiento sobre arte, historia y música, queda sepultado en la entrada, junto a tus ropajes y relojes más costosos. En el Almirante Helmet Academy, si no aprendes a devolver los golpes con más potencia y a quebrar huesos, serás tú el saco de boxeo favorito.

La Petite Mort IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora