7. Luciérnagas sobre la seda

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Cuando la vi, mi boca se volvió árida. Mis ojos se humedecieron. Había que nombrarla con un aumentativo: motaza. De un gris niebla combinada con negro. Daba la sensación de que en un momento se pondría a rugir. Su aspecto feroz contrarrestaba con la elegancia de las maletas rígidas laterales. Jones fue al maletero del coche, cogió los guantes y el casco mientras yo tomaba el de Malachi que reposaba sobre el asiento de la moto. Nos pusimos los cascos y sin llegar a decir nada, se aseguró de que lo llevara bien puesto. Quitó el caballete y subió a la moto.

―Pon un pie en el estribo y apoya las manos en mis hombros para ayudarte a subir.

Me agarré a sus hombros y me impulsé. Por un momento creí que no podría pasar la pierna al otro lado. Pero lo conseguí.

―Dios mio... estoy muy alta. ―Las piernas me temblaron y no la había puesto en marcha. Debió sentir el temblor porque puso ambas manos sobre cada rodilla.

―Helena, tranquila. Todavía estás a tiempo.

―No. Estoy bien.

―Va a ser un paseo. ―Cogió mis manos todavía sobre sus hombros y las llevó rodeando su cintura―. Como pasajera tienes la función de ir alineada a mi cuerpo. Mantener la cabeza en un lado por si tuviera que frenar no golpearnos. No moverte mientras vayamos en marcha, así que, ni se te ocurra la acción poética de extender los brazos para sentir como el viento envuelve tu cuerpo ―se me escapó una risa nerviosa―. Y hablar solo en caso de una urgencia.

Asentí como si me viera. Encendió el motor. Rugió como un leona y nos pusimos en marcha. Iba despacio, no tanto como cuando Brenda me llevaba en la Scooter y le gritaba: «¡Nos adelantan las hormigas!».

Se detuvo un par de segundos al llegar a la intersección que unía la carretera secundaria con el camino de entre prados del que salíamos.

―¿Todo bien? ―Colocó una mano enguantada sobre las mías.

―Muy bien.

Y entonces, aceleró.

Todas las emociones sucumbieron de golpe. Ganas de llorar. Ganas de reír. Como si mi alma hubiera sido el recipiente en donde mantuvo atrapado a mi espíritu, y por fin consiguió liberarse. No estaba sintiendo una acción poética, sino, una justicia poética.
No iba deprisa, de hecho no creo que llegara a los 80 km/h. Lástima no fuera de día para ver todo lo que dejábamos detrás. La sensación de una mayor conexión con el terreno y el entorno. Al acelerar o frenar y sentir el aire en mi cuerpo, a pesar de llevar la espalda y piernas entumecidas.

En ningún momento nos cruzamos con nadie, hasta que lo hizo un coche que se situó a nuestro nivel. Comenzó a pitar. Dos chicos se asomaron por la ventanilla. Se reían y hacían oscilaciones con la mano. Dijeron algo que no entendí. Jones disminuyó la velocidad para que nos adelantaran y me di cuenta del motivo de sus risas.

Di una palmaditas a su cintura pero viendo que hizo caso omiso tuve que gritar.

―¡Para!

Se adentró en uno de tantos caminos, entre los prados. Apagó el motor y se quitó el casco. Entretanto mis manos se fueron abajo de mi espalda que estaba al descubierto. Las piernas desnudas. El vestido en los laterales medio enrollado en la cintura. Jones me miró sobre su hombro viendo como intentaba estirarlo.

―No ha sido buena idea. Llevas años que no subes en una moto y encima tuviste un accidente. ¡Joder! No tenía que haber accedido a llevarte.

No le contesté.

Intentaba buscar con la manos dónde demonios había a parar la parte de atrás de mi vestido. La seda se había adherido a mi espalda como una segunda piel de la que no quería desprenderse. Pensé en alguna costura deshilachada que se hubiera enganchado en el cierre de la cremallera a la altura del cuello. En el segundo estirón conseguí que cayera de vuelta al lugar que tenía que haber permanecido.

Hilo y agujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora