Prólogo

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Conforme subí los peldaños de la escalera, la sensación de angustia fue cada vez mayor. Frené varias veces el paso, con toda la intención de dar la vuelta y bajar. De nuevo, me cogió del brazo y tiró de mi para avanzar. Solo había llegado al primer piso y quedaban dos. Me escabulliría como una liebre antes de llegar al tercero. Lizzy me conocía muy bien, tanto que, a veces pensaba que leía mis pensamientos. La mejor amiga de mi madre y la mía, por muy extraño que pareciera en una chica de veinticuatro años. Se colocó detrás de mi para evitar una fuga al ver que, una vez más, me detuve.

―Fuiste tú la que ha estado todas estas semanas insistiendo en verla. Me ha costado concertar la cita, así que, ahora no te rajes.

Me asusté al ver una mujer bajar corriendo las escaleras. Pidió permiso para que nos hiciéramos a un lado por la estrechez que había en ella. En el segundo piso ya me faltó la respiración. Lizzy observó mi pierna. Le negué. Subir no era cargante. Lo incómodo eran los nervios que oprimían mi estómago. La excitación, miedo, la incertidumbre de saber que me iba a deparar el destino de mano del mundo esotérico. Un mundo aparte, un universo que solo conocía a través de historias, leyendas o películas, las cuales solo había cabida para personajes de ficción rodeados de aventuras y, sobre todo, fantasía.

En la vida real no era lo mismo. Nunca me hice ninguna lectura, ni mis hermanas. Pero Lizzy llegó una vez a este lugar hace un año. Solo fue una vez y hasta ahora le acertó en que abriría una tienda de composturas y tendría una buena socia: yo. Pero seguía esperando el hombre que según le dijo: te amará. Esas dos palabras hizo a Lizzy ilusionarse y después de tanto tiempo si aparecer su futuro sapo, seguía el mismo delirio. Decía que no le importaba esperar otro poco cuando ya llevaba años haciéndolo. Quizá fue su optimismo de que iba a ocurrir, lo que me llevo a querer tener una visita con Alina, la tarotista.

Lizzy me dijo que era una mujer joven. De tu edad, más o menos, me comentó. Yo me la imaginé como una zíngara con vestido multicolor y vaporoso. Casi segura me hablaría de mi insulsa vida, que no había nada que hacer y siguiera cosiendo como hasta ahora.
Llegamos al tercer piso. La puerta estaba entornada. No me atreví a empujar y lo hizo Lizzy. Después me empujó a mi y cerró la puerta.

Inhalé un extraño olor a madera quemada, un olor denso, sin embargo, no me resultó desagradable. Puede porque las ventanas estaban abiertas y la brisa circulaba por la pequeña estancia, decorada con un perchero y paragüero. Sin embargo, a la mujer no la veía por ningún lado.

Cuando me decidí preguntar a Lizzy donde estaría, me abstuve, al abrirse una puerta a nuestra derecha. Lo primero fueron murmullos, frases inconexas que no logré a comprender. No supe descifrar el idioma que susurraba, pero intuí que era una especie de rezo.

Alina nos daba la espalda. La zíngara que tenía en mente, se evaporó. De complexión delgada y menuda; con el cabello largo y cobrizo hasta la cintura que cubría parcialmente su ajustado top. Siguió con su rezo, estiró el brazo y señaló las sillas. Nos sentamos.

La habitación no era muy grande, de paredes blancas, solo decorada con un cuadro de un arroyo. Frente a nosotras una mesa y en ella extendido un tapete de un suave verde con un mazo de cartas sobre él y un cuenco con un palo de madera echando humo.

―Perdonad que no os haya recibido en la puerta cuando llamasteis. Pero he tenido una consulta un poco cargante antes de que llegarais.―Recordé a la mujer que bajó y las piernas me flaquearon―. Después me ha tocado hacer unos rezos para eliminar cualquier rastro de negatividad.

―No importa, si necesitas más tiempo para la limpieza podemos esperar ―dijo Lizzy.

―No hace falta, el palo santo y rezos ya han hecho su función. ―retiró el humeante cuenco y lo dejó sobre un escritorio. A continuación, se sentó en la silla, frente a nosotras.

Hilo y agujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora