Las pocas veces que me reía o evadía las reservaba para Malachy, hablando sobre cualquier cosa o tontería, o cuando pasaba tiempo junto a Elsie. En el trabajo, estaban acostumbrados a mi temperamento, así que la mayoría de veces pasaban por alto mis cambios de humor. En cuanto a diversión, no había tenido en mucho tiempo, salvo los pocos días de verano que conocí a Helena.
Después del desagradable encuentro, la llamé dos días después. Insistí varias veces hasta que finalmente contestó. Al igual que esa noche, no me permitió intercalar ni una palabra entre las suyas. Seguía enojada e indignada por una situación inaceptable. Me pidió que no volviera a llamarla porque no contestaría, y luego colgó. Me sentí de nuevo como un idiota. A pesar de eso, dos semanas más tarde volví a intentarlo, pero como había advertido, no respondió. Decidí dejarlo pasar. Y resultó que después de un mes y medio, recibí una llamada suya que no pude contestar porque mi teléfono se quedó sin batería. Además, había olvidado el cargador en casa y el de Malachy no me servía. Quizás si hubiera podido encenderlo, habría dejado algún mensaje. La verdad es que no sabía qué esperar; había asumido que ya no tendríamos ningún tipo de contacto. Decidí que aclararía las cosas una vez que regresara, pero en ese momento, después de salir de casa de Malachy, me encontraba en el White Rose, terminando un asunto.
―Te lo pregunto una vez más, ¿estás seguro de lo que has hecho? ―Lo miré de soslayo. Nuevamente García me lo preguntaba por enésima vez.
Conocí a Raúl García en el último año de instituto, cuando llegó con sus padres y hermanos desde México. Hace cuatro años se casó con una inglesa y tuvieron un hijo, que es mi ahijado. Fue a él al primero que contraté cuando abrí el local. Desde que Niall se unió a mi como socio y se marchó a Liverpool para llevar el Foxy Rose, García era su reemplazo en el Black.
―Totalmente ―le aseguré, como cada vez que me preguntó―. Si no lo hice antes fue por las personas que trabajaban ―rasgué unos antiguos albaranes que tiré a la papelera―. ¿Desde cuando se convirtió en un antro de lujuria?
―Debe ser por algún tipo de droga nueva, quién sabe. ¿Por qué crees que pedí el traslado? El Black es un templo tibetano en comparación al White, donde el ambiente estaba más caliente que una sartén de chicharrón.
―Entonces, ¿para qué preguntas si me lo he pensado bien? Ni siquiera has visto con todo lo que tuve que lidiar porque te fuiste a la primera de cambio.
―Por las ganancias que genera.
―Ya, claro ―dije con retintín. Comentar desde la barrera lo hacía cualquiera―. Pero estaba en juego la salud mental de los que estábamos dentro.
Estaba situado en una de las mejores zonas de copas de todo Londres. No asequible a cualquier bolsillo. En el White no solo se disfrutaba de música, baile y copas; era el lugar elegido por diferentes compañías y empresas para cerrar un buen negocio. Fui testigo en más de una ocasión de esos logros. Hasta que dejaron de frecuentarlo por el espeso ambiente que comenzó a crearse. No me refería a que se pasaran bebiendo, era algo que podía manejar relativamente bien pidiendo un taxi para la persona en cuestión, o dejando que los de seguridad se encargaran cuando alguien se excedía y molestaba a todos los que se cruzaran en su camino. Lo peor es que el White se había convertido en un imán para el sexo. No por las parejas que se citaran allí, bebieran, bailaran y se restregaran para luego marchar a un hotel o a otro lugar para terminar lo que comenzaron. No, el desahogo lo hacían allí mismo: en un rincón, en los aseos, no importaba dónde, el objetivo era dar rienda suelta a la pasión, ya fuera en público o en privado, en pareja o, como aquella vez que me avisaron de que estaban haciendo un trio en la zona reservada. O cuando me topé con un striptease de un chica drogada, a la que me faltó cuerpo para poder cubrirla y llevarla al despacho con el pecho cubierto de nata. Lo último fue el día que salí de mi privado a por una botella de agua, siempre cerraba con llave, pero esa noche no lo hice y, al regresar, una pareja estaban montándoselo encima de mi mesa. La chica me soltó un: «espera, ya acabamos». Y solo era una muestra con lo que nos encontrábamos casi a diario. El alcohol podía controlarlo avisando a los camareros para que dejaran de servir a aquellos que mostraran signos de embriaguez. Sin embargo, el tema de drogas escapaba de mi control.
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Hilo y aguja
Romance[ Libro II serie Lowell ] Ante la insistencia de su socia, Helena, concierta una cita con una tarotista. Lo que comienza emocionante, agradable y con humor; desemboca en incredulidad, misterio y desazón. A raiz de esa cita, decide en unas vacacion...