9. Puntada en zig zag

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Llegué a la playa unos minutos antes de las diez de la noche. Extendí la toalla sobre la arena. Una extra grande que había estado utilizando. Me gustaba rodar a un lado y a otro cuando tomaba el sol sin necesidad de estar preocupándome salirme de ella. Miré a ambos lados. Excepto la mía, no había ninguna alma alrededor. Me senté y crucé las piernas. Bañarme lo descarté antes de bajar. Desde una de las habitaciones de la casa estuve observando el mar y durante toda la tarde había estado un poco revuelto y con viento. Tuve que ponerme un fino jersey de manga larga. La sensación de que el otoño, faltando casi un mes para su entrada, ya anunciaba su bienvenida. Deseaba estar en un país del sur de Europa donde el verano se adentraba más allá de Octubre. No había viajado a ningún país extranjero. Durante el curso que hice de patronaje, algunas compañeras contaban sus viajes a esos países y sus playas. Las islas griegas como Santorini o Mykonos. Las playas de Cerdeña y Calabria. Una compañera tenía familia en el sur de España, en Andalucía, y pasaba los veranos en un pueblo llamado Barbate. Lo poco que conocía del país lo supe por ella y sin llegar a visitarlo imaginaba la playa del pueblo donde vivía sus parientes o las que había alrededor. «La playa de La Barrosa es infinita» «Ir a ver las de Almuñécar en Granada» «Y la playa de Los Muertos en Almería», nos decía. Dijo tantas que me era difícil recordar todas.

Seguro que allí las noches seguirían siendo muy veraniegas. Otra cosa más que debía de apuntarme de las cosas que me gustaría hacer, ir a ver esas playas.

―Creo que vas a tener que descartar bañarte esta noche.

―Pero no pierdo la esperanza. ―Di unas palmaditas en la toalla para que se sentara.

No era tiempo de llevar cazadoras de cuero, pero la de Jones era la típica chaqueta motera reforzada que te resguarda de una abrasión en caso de caída. Se la quitó y al sentarse la puso en medio de los dos.

Se remangó un poco las mangas de la camiseta antes de abrir la mochila que sujetaba entre las piernas. Sacó la botella de licor sin etiqueta y un par de vasos de plástico.

―Te aviso que es un poco fuerte ―Retiró un mechón de pelo que le caía por la frente. Era un mechón corto pero parecía que le molestaba o quizá lo fuera por la brisa―. Somos los únicos que hay en la playa.

―Mejor. Podremos gritar cuanto queramos.

―¿Y por qué deberíamos gritar? ―Preguntó mientras tomaba mi primer trago.

―¡Demonios! ―Tosí un par de veces―. Aquí tienes una razón poderosa. Pero, ¿qué bebida es esta?

―Es casera ―contestó en una carcajada―. Es lo único que sé.

―¿La hacen Patrick y Malachi?

―Un amigo de ellos. Pero por más que han intentado, el amigo nunca ha desvelado los ingredientes secretos.

―Lo único que he podido apreciar es un poco sabor a cereza, aparte del alcohol, claro. ―Quedé un instante pensativa después del segundo trago―. Oye, ¿la bebida es de fiar?

―Ya es tarde para esa pregunta. Te has bebido tres dedos de los cuatro que he puesto ―dijo con seriedad.

―¿Qué quieres decir? ―parpadeé confundida y resolví―. Bueno, me consuela saber que Malachi, Patrick y tú sigáis vivos.

―Te aconsejo que no lo bebas de golpe como lo estás haciendo ―sonrió por lo bajo―. Dos vasos más del tirón y no podrás levantarte.

―Tienes razón. No quiero emborracharme que luego no te enteras de lo que has hecho. Es lo que dicen, ¿no?―Jones asintió y rellené el vaso―. Pero quiero achisparme.

La única luz provenía de las farolas que iluminaban la cafetería que ya se encontraba cerraba. Si te alejabas, entrabas de lleno en una oscuridad con ligeros matices por el brillo de la luna. Nosotros estábamos en un punto intermedio. En medio de un equilibrio perfecto entre lo artificial y natural.

Hilo y agujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora