10. Abrir una costura

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  Antes de que Jones viniera a recogerme con el automóvil de Malachi, me estuve preguntando porqué accedí tan rápido a una nueva invitación a la casa de madera. Debí haber aprovechado a pasar la mañana o el día entero en hacer turismo por algunos pueblos de alrededor. Es posible que la emoción del momento hubiera contribuido, sumada al consumo de alcohol. O quizás mi subconsciente me estaba preparando para la llegada de Lizzy, mi último día, y no volver a ver a quienes hacía poco acababa de conocer. El tiempo se me escurría entre los dedos, en sintonía con un cielo anubarrado y lánguido que amenazaba lluvia.

Al llegar a la casa fuimos directos a la cocina. Malachi nos daba la espalda. No se veía como cuando lo conocí, que parecía venir de plantar patatas. Llevaba el pelo ordenado, una camisa, vaqueros e iba descalzo. Depositaba unos sándwiches en un plato cuando de repente empezó a hablar sin darme oportunidad de saludarlo.

―No voy a indagar en lo sucedido anoche para que mi muchacho llegara en la madrugada apestando a mi licor.

El tono de voz empleado sonó tan posesivo como sus dos «mi». Sabía que no podía eximirme de culpa después de haber desperdiciado su licor, sin embargo me pareció que daba por hecho ser yo la única responsable.

―No sé la edad de su muchacho ―giré a mi derecha y Jones no estaba―. Pero estoy segura que hace unos años cumplió los veinte.

Malachi al fin se dio la vuelta. En una mano sostenía un plato con zanahoria cortada a tiras y en la otra sujetaba una de ellas.

―Hace diez años, exactamente ―dijo y mordió la zanahoria. Treinta años. Era el primer dato personal que supe de él.

Había algo en la mirada de Malachi que intimidaba, como si pudiera leer la mente de las personas. Y Jones se había esfumado dejándome sola ante el depredador.

―Sobre su licor… bebimos bastante y le tiré lo poco que quedaba sobre la cabeza. Y... bueno, no tengo porque entrar en detalles.

Malachi mostraba los ojos brillantes y un rictus sardónico en los labios.

―Lo que intentó esta mañana sonsacarme y no pudo, está intentándolo contigo ―agradecí que estuviera de vuelta al sentir su voz detrás de mi―. Míralo, está a punto de escupir la zanahoria.

―Soy un poco cotilla y he obtenido más información de la que esperaba ―reconoció tan fresco como una lechuga―. Me consuela saber que, aun habiendo desperdiciado parte del licor, haya sido para diversión.

Me pasó el plato de zanahoria y a Jones el de los sándwiches. Volvíamos a comer sobre la mesa de picnic, a pesar del mal tiempo que se aproximaba. Para ellos no era ningún inconveniente, quizá porque en caso de llover estábamos a resguardo en el porche.
En tanto mordisqueaba el sándwich, me quedé ensimismada observando y escuchando el carillón de hojas de colores como tintineaba constante mecido por el viento.

―Fue lo primero que puso Oliver una vez terminamos de hacer la casa ―me informó Malachi.

Solo había visto la parte inferior de la casa. Pero parecía estar llena de recuerdos de su hermano. Eso me hizo atreverme a preguntar por él.

―¿Qué edad tendría ahora?

―Cincuenta y tres años. ―Apoyó los antebrazos e inclinó el cuerpo hacia delante, como preparándose para dar una información―. Oliver siendo el pequeño de los tres, siempre fue el más sensato y ordenado. Pero jamás imaginé y, siendo tan joven, que hubiera hecho testamento un año antes de morir dejándonosla en herencia. Patrick, con el tiempo, no quiso su parte de la casa y se la compré.

Hilo y agujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora