CAPÍTULO III - LA CAMPEONA DE TENDRAZK

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Cuando la puerta principal de Arrakdis se abrió, los rayos del sol, como lanzas, aterrizaron sobre los castaños ojos de Valda, cegándola por unos momentos, obligándola a levantar una mano para refugiarlos. El viento agitó sus cortos cabellos, tan rubios que parecían blancos, y bordeó su ovalado rostro de rosada tez, marcado por una cicatriz en forma de X en su mejilla izquierda. Antes de acostumbrarse al constante ataque del sol, comenzó a escuchar el jolgorio, los gritos de emoción y las altas notas escupidas por las trompetas que anunciaban su regreso a la capital. Abrió los ojos y vio que, desde las ventanas de las casas, la gente arrojaba pétalos de rosas; atrapó uno y se quedó viéndolo por largo rato.

—¿Capitana? —preguntó Gregald a su espalda.

Valda dejó caer el pétalo, volteó hacia su segundo oficial, montado en su aknur al lado de ella, esperando la señal para continuar hacia el interior de la urbe. El hombre, más bajo que ella —aunque, en realidad, la mayoría de hombres eran más bajos que ella—, de contextura gruesa, cuello corto, cabeza cuadrada, le dedicaba una de esas miradas de preocupación que ya conocía muy bien. Valda miró por encima de él; formados, inmutables ante las alabanzas de los civiles que se amontonaban a los lados de la calle, el resto de soldados de su unidad también esperaban una señal para avanzar. Tras ellos, aún bajo las sombras de la muralla de la ciudad, el resto de unidades también aguardaban.

—¿Valda? —insistió Gregald, esta vez en un susurro. No podía llamarla por su nombre, frente a los soldados rasos y el público había que guardar ciertas formalidades.

—Estoy bien —respondió Valda, volviendo la mirada al frente, hacia la calle principal de Arrakdis—. Avancemos.

Espoleó a su aknur entonces. La cuadrúpeda bestia, barritando, avanzó a un paso lento. Valda sentía la fuerza de las aplanadas patas de su montura como un leve temblor. De pelaje grueso, poseedor de una corpulencia titánica, llegando a pesar más de cinco toneladas, con el gran morro coronado por aquel gigantesco cuerno, el aknur era la representación de la fuerza, reconocido por todo el continente de Daleria. Solo la gente del reino de Tendrazk había conseguido domarlos; ahora la representación de la fuerza estaba con ellos, y más aún en sus soldados. El aknur de Valda, un macho peloocre, llevaba una testera de hierro teñida de rojo y ribeteada de oro; respondía al nombre de Korn.

—Las trompetas lo han puesto un poco nervioso —Valda volteó hacia Gregald, quien acariciaba el lomo de su aknur, Daeran, un macho de peloocre igual al suyo, aunque más joven­—. Es raro, ¿no? En medio de la batalla no dudan ni un segundo, pero ante algo tan inofensivo como las trompetas...

—Es porque no les ordenamos atacar —dijo Valda—. Se confunden un poco.

—Sí, sí. Lo sé —Gregald hizo un ademán con una mano mientras hablaba, como rechazando las palabras de la mujer—. Aun así, Daeran es joven todavía. Esta ha sido su primera batalla

Habían ido a repeler a un gran número de salvajes que, bajando desde las Montañas Grises, asaltaron varios pueblos, reclamándolos como suyos, a medida que se iban acercando a la capital siguiendo el cauce del río Acolmillado. Valda y los soldados que formaban su unidad fueron una de los elegidos para detener el avance de aquellos bárbaros. La estrategia que diseñó junto al resto de capitanes fue más que eficiente. Separaron a las tropas en dos grupos: los jinetes de aknurs rodearían el linde del bosque Kregat, mientras, los soldados que iban a pie lo atravesarían. El objetivo era interceptar al enemigo en Vadocuerno, debilitarlos con una carga de aknurs para acabar rematándolos con un segundo barrido por parte de la infantería. Valda recordó cómo el explorador regresaba corriendo para detenerse frente a ella y el resto de oficiales al mando, el rostro congestionado y el pecho subiendo y bajando a un acelerado ritmo. El joven, que seguramente no pasaba de la quincena, levantó el rostro para ver a sus superiores, montados en sus aknurs, e informar que los salvajes estaban cerca del objetivo. Recordar la sensación que recorrió su cuerpo al momento de ordenar que empezara la carga hizo que Valda sintiera la piel de gallina.

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