—¿Estás bien? —preguntó Drehil, su voz rebotaba contra los muros cada que vez que nacía en medio de la oscuridad.
Anisa contestaba a veces, desde otra celda, en medio del llanto, la voz trémula.
—¿Por qué no...? ¿Por qué no hiciste nada? —dijo esa vez—. P-pudimos haber escapado... pudimos escapar si tan solo tú...
—Lo siento —se disculpó Drehil, y guardó silencio por un largo rato—. No podía hacer nada... Sabía que estábamos perdidos desde que nos atraparon.
—¿Qué... qué quieres decir con eso? —dijo Anisa en tono amargo, la voz le vibraba.
—Te niegas a aceptarlo —respondió Drehil luego de un momento.
En la oscuridad, Anisa apretó las uñas contra la carne de sus palmas con tanta fuerza que sus manos temblaron. Aun cuando empezó a sentir la sangre escapando de entre sus dedos, cubriendo sus manos y escurriéndose por sus brazos, no dejó de presionar cada vez con más fuerza.
No podía ser cierto, no debía ser cierto. Adrin no...
Un metálico estruendo invadió toda la negrura del espacio. De inmediato, una proyección de luz nació, iluminando un pasadizo sucio por el cual caminaban ratas que, asustadas, escaparon a las celdas vacías que flanqueaban el túnel.
Anisa estaba levantó la mirada, ascendiéndola tras los escalones bañados por la mañana exterior. En la elevada entrada a la mazmorra, se asomaban unas siluetas. Débil, agotada por no haber podido dormir nada la noche que estuvo confinada en su celda, se acercó hasta los barrotes, a los cuales pegó sus manos heridas. La sangre se deslizó desde sus manos hacia el hierro de las barras.
—¿Descansaron bien? —preguntó una voz burlona. Se trataba de Terens.
—No lo creo —respondió la voz de Barmus antes de que se oyera el ruido de un golpe, y un quejido por parte suya.
—Súbanlos —dijo Senth tras ellos—. Los guardias los ayudarán.
Terens y Barmus comenzaron a bajar los escalones, tras ellos los seguían cuatro guardias. Se detuvieron frente a la celda de Anisa.
Ella los miró con ojos suplicantes, enrojecidos por el llanto. No perdía nada con volver a rogar una vez más, su mentón temblaba y sentía que nuevas lágrimas volverían a salirle, a pesar de que ya no llevaba mucha agua en su sistema.
—Debiste dejar a tu hermano con sus propios problemas —le dijo Terens, sonriendo al final de su oración.
De repente, Anisa pensó que aquella sonrisa era la más horrible y detestable que pudiera existir en toda Orthamc. Imaginó que los barrotes se deshacían y que saltaba hacia el cuello de Terens, que cerraba las manos entorno a ese delgado cilindro y apretaba hasta que la tez de aquel rostro ratonil se tornaba azul. Se sorprendió al descubrir que la idea de morir, atravesada por las armas de los aliados de Terens, luego de haberle quitado la vida, no le inquietaba en lo absoluto.
—Abran la celda —ordenó Terens, haciéndose a un lado.
Y entonces, todas esas fuerzas que el instinto asesino, palpitante dentro de ella, le otorgaba, se esfumaron, como cenizas transportadas por el viento. Anisa separó las manos de los barrotes cuando un corpulento guardia, ataviado en armadura de placas, se acercó con un manojo de llaves. La sangre de sus manos quedó como un tatuaje en las piezas de hierro oxidado. El monstruo de hierro introdujo una llave en el seguro de la celda, giró un poco la muñeca y nació un golpe metálico seguido de los chillidos de las barras al rozar el suelo mientras se hacían a un lado. Otros dos guardias entraron, llevando unas cadenas, seguidos de Terens, quien llevaba la mano descansando sobre el mango de su daga.

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Destino Carmesí
FantasyUn mercenario que recibe una visita del pasado, una soldado que regresa a su ciudad abandonando el campo de batalla, una joven con fuego en el cabello que busca a su hermano, y un monje que descubre un oscuro secreto. Las vidas de estos cuatro perso...