LAZOS

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Compartieron una celda por cinco días. Anisa se confinó a la esquina de la cuadrada jaula, alejada de lo que en el pasado fueron sus captores y que ahora eran, igual que ella, prisioneros. Terens, la espalda apoyada en el muro frente a ella, jugaba con una piedra, lanzándola con la fuerza suficiente para que esta rebotara y regresara hacia él. Barmus dormitaba a un lado suyo; de vez en cuando la piedra caía sobre su barriga, estremeciéndola, provocando que el gigantón se removiera. Senth, por otro lado, había permanecido pegado a los barrotes de la celda, siempre atento a cualquier ruido que viniera de fuera del cuarto de prisión. Para alivio de Anisa, la celda en la que estaba tenía una pequeña rendija que permitía el paso de la luz, por lo que podían ver el paso del tiempo; de vez en cuando pasaba alguna sombra por aquella rendija, Anisa quiso gritar por auxilio una vez, pero Senth, separándose de los barrotes, fue a taparle la boca.

—A menos que quieras morir —le masculló. Sus ojos, úricos, parecían dagas que amenazaban con clavarse en su piel—, no lo hagas.

El encapuchado negro que los esperaba a la entrada de la torre no venía solo. Sin hacer ningún ruido que los delatara, otros tres encapuchados aparecieron detrás de ellos, portando espadas largas. Senth y sus compañeros no decidieron pelear y, sin más explicaciones, acabaron encerrándolos. Anisa tuvo que caminar tras ellos, pasando por un suelo repleto de cadáveres y manchado de sangre; apartó la mirada en más de una ocasión, evadiendo los ojos abiertos, muertos, que parecían verla y culparla.

Ahora, en el sexto día, Anisa ya empezaba a rendirse ante el peso de sus párpados. No había dormido, se resistía a la insistencia de esa necesidad. Antes, bastaba cerrar los ojos, hundirse en la oscuridad por unos instantes, para escuchar los aberrantes susurros; ahora, en cambio, parecían llegar de improviso, cuando dejaba de concentrar su mente en otras cosas: su hermano, la cabaña en medio del campo, el viento... Y no deseaba repetir las pesadillas.

—Levántense —dijo Senth entonces. Se había enderezado y tenía el rostro entre dos barrotes, intentando ver más allá de lo que se le permitía—. Viene alguien.

Anisa no escuchó nada, pero sabía que lo mejor que podía hacer era atender a las órdenes de Senth, parecía saber qué hacer en cada situación. Apoyándose en los muros, Anisa se incorporó, tambaleándose, sorprendida de su propia y repentina debilidad: parecía que ya ni siquiera podía soportar el peso de su cuerpo. ¿Cuándo había sido la última vez que comió? Sus captores les daban agua una vez al día, aunque ella no bebía mucho, asqueada por el olor que tenía el cuenco en donde la servían. Al otro lado de la celda, Terens y Barmus se levantaban y desperezaban sus articulaciones.

De repente, se escucharon los pasos tras la puerta. Siguió el característico chirrido de la madera y los goznes. Tres encapuchados se detuvieron frente a la celda. La luz del día, colándose por la rendija, no alcanzaba la oscuridad bajo sus capuchas, como si se tratara de un efecto antinatural, como si escapara al contacto de sus rostros. Anisa mantuvo la vista baja, evitando aquellas sombras, evitando los susurros en su mente.

—¿De qué se trata todo esto? —preguntó Senth, aún pegado a los barrotes—. Mataron a nuestra gente. —Su voz temblaba por una cólera comprimida.

Terens y Barmus parecían nerviosos, estaban callados y se mantenían detrás de su compañero. Anisa pegaba las uñas a sus palmas, el dolor la mantendría alerta, despierta.

—El trato ya no tiene importancia —dijo uno de los encapuchados—. Ya nada tiene importancia.

Por unos instantes, todo se quedó en un silencio casi sepulcral.

—¡¿Qué carajos significa eso?! —gritó Senth—. ¡Nos traicionaron! ¡Nos traicionaron, hijos de puta!

Los otros dos encapuchados desenvainaron sus espadas, escondidas hasta ese momento entre sus capas. Senth y el resto retrocedieron por reflejo.

Destino CarmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora