VERDADES

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Enir, el otro Enir, era un monje particular dentro del Gran Templo. A diferencia de sus compañeros, él no perseguía una tesis, no tenía ambición alguna por dar a luz algún descubrimiento para la Fe Blanca y el mundo. No era el único, en realidad muchos otros se hallaban en esa situación. Algunos les llamaban los sinhambre, por el hecho de que no veían emoción alguna en dejar un legado intelectual; en cambio, preferían entregarse de forma completa a la asistencia de los templos y, de vez en cuando, al adiestramiento de los iniciados dentro de la clerecía. Lo más curioso de los sinhambre era que podían convertirse en asistentes de otras investigaciones. Naturalmente, Enir, el primer Enir, decidió reclutarlo. Enir II dio su consentimiento para formar parte de la investigación, así que ahora tendría a alguien ayudándolo a buscar en los almacenes de libros allá en las profundidades del templo. A Enir le resultaba curioso el hecho de encontrar a alguien llamado igual que él; el mundo era muy grande, por su puesto, y lo más probable es que el nuevo él que conociera esa vez no fuese el único; sin embargo, ese él era un monje igual que él, y no solo un monje cualquiera, un sinhambre; era la completa oposición a todo lo que él mismo representaba. Dos monjes, un investigador y un sinhambre, descubriendo la verdad sobre el trance lunar. Sería una curiosa entrada en todo el libro de historia de Daleria.

La noche previa al descenso hacia las zonas inferiores, Enir preparó hojas de papel, plumas y tinta; quería dibujar un mapa de los pasajes que recorriera allá abajo. Así, si tenía que hacer un segundo viaje, no tendría que arriesgarse a perderse entre los pasadizos y los libros. Aunque, claro, un paladín estaría acompañándolo en todo momento; sin embargo, ellos solo sabían las direcciones que los pasajes tomaban, mas no la ubicación de los tomos.

Aquella mañana se le hizo deliciosa, despertó más temprano de lo habitual e incluso se afeitó la barba incipiente alrededor de su mandíbula. Tomó las cosas que preparó en la mañana, colocándolas en un macuto de cuero y, dando empujones a los que madrugaban incluso más antes que él, se apresuró hacia la entrada hacia las profundidades del templo. La entrada se ubicaba antes de llegar la zona de la biblioteca, resguardada por dos paladines. Había que presentar el documento de autorización y después ser escoltado escalones abajo hasta llegar a otra puerta; desde ahí, quedaba bajar hasta encontrarse otro dúo de paladines que abrirían la puerta hacia el primer pasadizo de los niveles inferiores. Pero entonces, Enir se dio cuenta de que no llevaba la autorización consigo.

—Mierda... —se le escapó de los labios.

Los paladines se quedaron viéndolo detrás de sus yelmos con las viseras bajas. No era común que un monje blasfemara, mucho menos de forma tan impulsiva.

Entonces, Enir escuchó una voz tras él.

—Eh, olvidaste esto —era Enir II. En la mano derecha agitaba con gentileza el documento de autorización—. Te ha ganado la emoción, ¿verdad?

Enir suspiró, aliviado, sonrió. Tomó el documento y se lo entregó a los paladines. El que la revisaba asintió y junto a su compañero permitieron el paso a los dos monjes.

Los escalones que les esperaban descendían siguiendo la forma de la concha de un caracol. El pasaje era estrecho, por lo que Enir y Enir II debían ir uno detrás del otro. Habría estado oscuro de no ser por las antorchas que ardían desde sostenedores de hierro pegados a los muros. Muros antiguos, sin duda, quizá más antiguos de lo que Enir podía imaginar; se aventuró a pasar sus manos por la vieja piedra, sintiendo su fría y pedregosa superficie.

Tal y como Enir lo esperaba, en la llegada a la siguiente puerta fue recibido por otros dos paladines. Estos solo le limitaron a abrir la puerta y permitir el paso.

Dentro ya de las profundidades del Gran Templo, Enir se maravilló al verse en una extensa galería llena de estantes gigantescos, todos llenos de libros y papiros de quién sabe cuánta antigüedad. El tejado estaba hecho de piedra, labrado en bóvedas de crucería, lo suficientemente grueso, supuso Enir, para aguantar el peso de todo el templo bajo él; al mismo tiempo, estas bóvedas eran sostenidas por columnas, las cuales se avistaban hasta perderse en la oscuridad. Enir, por unos momentos, imaginó estar bajo el abdomen de un extraño insecto. De vez en cuando, entre los estantes de libros, se podía atisbar la débil luz de una lámpara de aceite. Se trataba del resto de monjes que habían descendido a las bibliotecas profundas, inmersos en búsquedas de conocimientos tan complejos que se vieron obligados, igual que él ahora, a rebuscar entre los rincones arcaicos del saber.

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⏰ Última actualización: Oct 09, 2023 ⏰

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