CAPÍTULO XVIII: ENREDADERAS

8 0 0
                                    

Desde el último piso de la torre de lord Zebdran se podía ver, lejano y medio oculto en la noche, el castillo real. Al otro lado del habitáculo, aguardaba un segundo panel de cristal, que daba una vista más cercana de la plaza de Arrakdis, tan iluminada por sus antorchas que el fulgor anaranjado se las arreglaba para trepar hasta la altura de las ventanas. Ver la plaza de la ciudad desde lo alto era un deleite del que no todos podían disfrutar. Pero a Valda no le importaba lo bello de aquel escenario urbano, sus ojos no podían apartarse de la fuliginosidad del castillo. Un monstruo informe y repugnante con miles de ojos titilantes y flamígeros que apreciaba todo lo que estaba apunto de devorarse, así era como veía ahora al castillo; ya no más una muestra de poderío de la cual se podía enorgullecer, le horrorizaba la idea de que alguna vez estuvo recorriendo sus alrededores. Conspiradores reptando entre sus muros, traidores. Habían intentado matar al príncipe y escalar en el poder para llegar al trono.

—¿Y el rey está al tanto de todo esto? —preguntó la voz de Gregald a su espalda.

Zebdran se limitó solo reírse.

—¿Cómo es que eso es gracioso para ti? —increpó Gregald, alterándose en verdad. Aunque no lo estaba viendo, Valda podía imaginar sus cabellos despeinados y sus ojos tan abiertos, furiosos, recorridos de venas rojizas.

—Años y años de estar presumiéndoles a los otros reinos de Daleria nuestro poder —empezó a declamar Zebdran—, nuestra fuerza, ¡nuestros aknurs! Lo que me parece divertido, mi estimado primer oficial, es que se dieron cuenta de que la sopa estaba caliente solo cuando la probaron.

Valda se volteó, dándole la espalda al monstro de piedra oscura. La última habitación de la torre era una oficina gigantesca en donde lord Zebdran se dedicaba a su pasatiempo favorito: la lectura de viejas crónicas, tan antiguas que hasta podían considerarse epopeyas. Estaba iluminada por una pila de leña que ardía en medio de la habitación, cercada por un anillo de piedra. Alrededor, unos muebles vacíos decoraban el habitáculo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

A eso, el Joven respondió con otra risotada. Ya era bastante el tiempo que Valda estaba soportando aquello; dio una zancada hacia el lord y le asestó un derechazo tan fuerte que lo envió al suelo. Aturdido, Zebdran se levantó del suelo parpadeando, masajeándose la mejilla en donde los nudillos de Valda habían aterrizado.

—Guarda esas fuerzas, querida —dijo entonces, sonriendo con malicia. Lejos de sorprenderse, Valda se enfureció más. El Joven lo notó y le alzó una mano en señal para que se detuviera—. Vas a necesitarlas para lo que se viene.

—No —interrumpió Gregald, metiéndose entre Valda y el lord—. No habrá una...

—Guerra —pronunció Zebdran ensanchando su sonrisa—. Y no una con otro de los reinos. No, al menos ese tipo de guerra sería menos destructiva.

—Una guerra civil —concluyó Valda, atónita.

—Qué lista, capitana —agregó el Joven mientras se retiraba a uno de los sillones—. Qué lista...

—Dijiste que los reclutas del ejército real eran cada vez menos —señaló Valda, volteándose hacia Zebdran. Su despreocupación la desesperaba, pero contuvo las ganas de asestarle otro golpe; necesitaba respuestas—. ¿Por qué?

—Los nobles se dieron cuenta primero —los ojos de Zebdran miraban el fuego ante él, relampagueaban como hipnotizados—. Supongo que era cuestión de tiempo para que el pueblo también, o al menos una parte —volvió los ojos hacia Valda y Gregald—. La corona está perdiendo poder, ahora lo ven con más claridad. Ni los nobles, ni el pueblo, quiere a un heredero como nuestro príncipe durmiente.

Destino CarmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora