CAPÍTULO XIV: SÚPLICA

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Egroot estaba apostado en la entrada del Rincón de Augus, su mirada inexpresiva de ojos oscuros cayendo sobre Valda. Era tan alto como ella, superándola solo por unos cuantos centímetros, aunque más musculoso. Vestía al estilo de los mercenarios de Daleria. La Campeona de Tendrazk había leído que los shaerinos que portaban armas preferían prendas más ligeras como el cuero, pero Egroot se veía bastante cómodo con la cota de malla, los guanteletes, las hombreras y las botas altas. El único vestigio de su procedencia, además del tono oscuro de su piel, era la lanza que llevaba sujeta en la mano derecha. El arma estaba coronada por una pica de hierro de una punta en forma de gancho, como un arpón, aunque no uniforme, sino ondulado, formando extrañas sierras. Mientras miraba esa lanza, Valda recordó la primera vez que recibió el impacto de una flecha; no había sentido nada, al inicio, de hecho, lo peor había sido cuando el momento de sacar el proyectil llegó. Fue una herida que tardó mucho en sanar. Imaginó que una herida provocada por la lanza de Egroot sería mucho peor.

—¿Está Gregald? —preguntó Valda.

La luz de la tarde invadía apenas una fracción de la oscuridad en la que estaba sumido el callejón. De vez en cuando, el sonido de un paso cercano resonaba y Valda volvía la vista hacia la entrada del pasadizo, temiendo encontrarse con la figura de un guardia de la ciudad. Agradeció que aún faltaba una semana antes que los soldados de su unidad ocuparan el puesto. Estaba muy tensa, rígida, las manos convertidas en puños y los ojos puestos en una sola dirección, esforzándose por mantenerse inmóviles.

Egroot parecía ser un hombre de pocas palabras: se limitó a asentir ante la pregunta y se hizo a un lado mientras abría la puerta. Los ecos de risas y voces se escuchaban, amortiguados, desde las descendentes escaleras; desde allí también llegaban el aroma del tabaco y de la cerveza derramada en el suelo de piedra.

Cada escalón que descendía le hacía latir el corazón más rápido. ¿Qué era lo que pretendía con exactitud? Necesitaba aliviar la carga que ahora caía sobre sus hombros y Gregald era el único en el que podía confiar. ¿Pero cómo reaccionaría al saber lo que Valda iba a contarle? La última pregunta era la que más vueltas le daba alrededor de la cabeza. ¿Creería todo lo que le diría? ¿La tomaría por una loca?

Llegó hasta el salón subterráneo. Las antorchas teñían de anaranjado el lugar y murallas de humo rodeaban a todos. Valda buscó entre la multitud y acabó encontrando a Gregald bebiendo con tres miembros de la unidad. Hizo crujir las articulaciones de sus dedos, para liberarse de la tensión, y avanzó hacia la mesa; quienes ahí se hallaban pronto notaron que se acercaba.

—Capitana —saludó Kerdra, una de las pocas mujeres que formaban parte de la Unidad Catorce, y, en ese momento, de los pocos que aún podían articular palabras entendibles—. ¿Bebe con nosotros?

Valda no respondió, mantuvo un intercambio de miradas con Gregald. El versado hombre casi podía leer en sus ojos, adivinó que algo pasaba y ordenó al resto retirarse, dejándolo solo con la Campeona de Tendrazk.

—¿Qué? —preguntó, preocupado.

Aquella había sido la misma pregunta que Valda le hizo al príncipe, al heredero al trono de Tendrazk, cuando lo descubrió escondido en la boca de un callejón, tratando de evadir a la guardia de la ciudad. Verenald III de la casa Garrhen, a sus quince años, era tan delgado como una jovencita de la nobleza, quizás hasta más, poseyendo un aura de delicadeza de etéreas proporciones. Las ropas, desgarradas, sucias, junto a sus facciones maltratadas por la intemperie y la desesperanza, hacían de él un espectáculo que ponía de cabeza todo el espíritu de la realeza tendrazkna. Los reyes de las tierras de los aknurs debían ser un epítome de fuerza y sabiduría; y Valda tenía ante ella a un chico que parecía estar a punto de mearse.

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