CAPÍTULO IV - LA DE CABELLOS ÍGNEOS

11 2 0
                                    

A lo lejos, imponente, inexpugnable, hecha por entero de piedra gris, se alzaba la ciudad de Vigiliaeterna. Los ojos esmeraldinos de Anisa la veían maravillados, casi echando chispas. La joven había asomado la cabeza desde la parte trasera de la carreta, tirada por caballos, en la que viajaba junto a otras tantas personas; el viento agitaba sus rojizos cabellos, haciéndolos ondear como llamas descontroladas que a menudo le rozaban el pálido rostro lleno de pecas.

Durante las dos semanas de viaje no había entablado más conversación con el resto de pasajeros que simples monosílabos o gestos, como cuando repartían las raciones de comida o a la hora de empujar la carreta por una cuesta elevada cuando la lluvia conseguía alcanzarlos. La mayoría de los que integraban aquel callado conjunto de individuos eran, como no podía ser de otra manera, hombres y mujeres jóvenes con sacos de viaje llenos hasta el límite, acompañados de distintos tipos de armas, desde espadas cortas hasta largas alabardas. Ver sus rostros le hacía recordar a la joven el día en el que Adrin también tuvo que partir a la Ciudad Gris para realizar sus diez años de servicio obligatorio como recluta, cargando con el mismo macuto, tan lleno que parecía estar por estallar, y llevando el arco, atado al carcaj de flechas, al hombro. Así era la ley para todos aquellos que deseaban prestar su servicio a la seguridad del reino de Aleron.

¿Lloraron cómo él lloró? ¿Abrazaron a sus familiares como él me abrazó a mí?, se preguntaba Anisa a veces, escrutando los semblantes, a veces tan fruncidos, tan serios, que aparentaban no estar atados al azote de emoción alguna.

—Es por nuestro bien —le dijo Adrin, una vez que los sollozos dejaron de quebrar su voz.

—No quiero que me dejes —respondió ella—. Prometimos estar juntos.

—Ya no hay más opciones —Adrin tensaba los músculos de su cara, pero las lágrimas seguían escapándose desde sus ojos, desbordándose en sus mejillas—. Pero... pero te escribiré cartas, no voy a abandonarte, hermanita.

En efecto, las cartas llegaban cada semana. Anisa iba emocionada hasta la Casa de Mensajería del pueblo y preguntaba si es que alguna paloma había llegado con una carta para ella. El encargado sonreía y le ofrecía dicha carta, sellada en cera roja con el símbolo real del grifo rampante. No abría las encerradas palabras de su hermano hasta que llegaba a la pequeña habitación que alquilaba en una de las posadas del pueblo; después de terminar, tomaba un papel y, empapando su pluma en tinta, escribía otra carta a modo de respuesta, regresando, una vez habiendo terminado, a la Casa de Mensajería y enviar a una paloma de regreso a Vigiliaeterna. Nunca había fin de semana en el que se quedara sin carta o en el que no enviara una amorosa respuesta, hasta que llegó la última semana del tercer Ciclo de Tenalcar, después de tres años. Al principio, pensó que solo se trataba de una demora en el viaje de la paloma mensajera; el encargado decía que, en ocasiones, algunas resultaban perdiéndose en la noche, pero con la llegada del amanecer conseguían encontrar el sendero correcto. Anisa envió su carta de respuesta de todos modos y se fue, esperando encontrar su correspondencia a la mañana siguiente, pero tampoco encontraría algo para ella ese día. Tampoco habría algo para ella el día después de ese, ni al siguiente. El encargado de la Casa de Mensajería explicó que lo más probable fuera que algún halcón cazara a la paloma; sucedía en muy pocas ocasiones, dado a que las llanuras que atravesaban no eran sobrevoladas por aquellas aves. Si era eso, una nueva paloma mensajera llegaría el fin de semana. Pero ese, otra vez, no fue el caso. Anisa pasó a enviar cartas cada día. Ser recluta en Vigiliaeterna tenía sus riesgos; la joven no pudo evitar que su mente le creara los escenarios más trágicos, violentos y desgarradores. Veía a su hermano, desnudo, arrebatado de sus pertenencias, tirado en algún callejón, apuñalado por la espalda a manos de asaltantes; o muerto por una banda de borrachos en alguna revuelta de taberna. Un escalofrío trepaba por su columna vertebral entonces, y antes de que se diera cuenta tenía las uñas clavándosele, cada vez con más fuerza, sobre las palmas. En un ataque de desesperación, preparó unas cuantas mudas de ropa, tomó todas las monedas que había ahorrado y se subió a la carreta por la cual, en ese instante, asomaba la cabeza para ver su destino.

Destino CarmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora