—Ni se te ocurra —dijo uno de los bandidos, que se acercaba del lado derecho del callejón, al ver que el guardia había puesto la mano sobre la espada envainada.
Anisa, dentro de sí, tratando de mantener la calma, suplicó con todas sus fuerzas que el joven no obedeciera esa orden. Cuando vio que no sería así, ahogó un grito de pánico, tapándose la boca con las manos, y se pegó al muro tras ella. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que creía poder escucharlo, sus ojos, nerviosos, iban de un lado a otro, observando cómo iban cercándola como a una oveja de ganado.
—Robarme no les servirá de mucho —dijo el joven soldado, elevando las manos enguantadas en hierro—, reconocerán la armadura y el ar-...
—Oh, por Fanemil —se quejó el mismo bandido que hacia un rato le había hablado. Era un hombre bajo, aunque delgado, con los ojos pequeños en comparación a su nariz aguileña y sus orejas, desde las cuales emergían vellos negros—, hazme el favor de cerrar la maldita boca.
—Podríamos córtale la lengua —propuso el que iba al lado suyo. Una antítesis de su compañero, un cuerpo alto y robusto, el rostro lampiño y de ojos grandes.
—Cállate, Barmus —le exigió el hombre enjuto—, ¿acaso me crees un maldito enfermo?
—Pero Terens...
—Ahora mismo no quiero escuchar sus discusiones de pareja —exclamó la figura que se acercaba desde la izquierda. Esbelto, de tez tostada, con el cabello negro salpicado de canas y la mandíbula cubierta por una barba gris mal rasurada. Entre los pliegues de su vieja capa azul asomaba el filo de una hoja de doble filo. Se detuvo a unos tres pasos de Anisa y su guardia y agregó, mirándolos con un serio semblante: —Muévanse. Síganlos —señaló a los dos bandidos al otro lado del callejón—. Y no intenten gritar o escapar, será más doloroso para ustedes.
—¿Q-qué es lo que...? —Anisa perdía el control de sus fuerzas, sus piernas le fallaban y poco a poco iba deslizándose de la pared hacia el suelo—. No... No, por favor... Y-yo solo busco a mi hermano... —Unas lágrimas salieron desde sus ojos.
—Y yo una forma de ganarme la vida —añadió el hombre de la capa. Le hizo un gesto al soldado y esperó.
—Señorita... —le dijo el joven a Anisa, acercándosele—. Hagamos lo que nos piden. Todo estará bien, descuide. No dejaré que le pase nada malo.
La pelirroja notó que la mandíbula inferior de su escolta temblaba. El soldado le extendió la mano, esperando a que ella por fin accediera. No había más opción, fuese un cobarde o no, estar en compañía era mejor que ir sola con esos bandidos. Anisa tragó saliva y posó la mano temblorosa sobre aquella férrea palma.
—Andando pues —ordenó el de la capa azul.
Terens y Barmus les dieron la espalda a sus rehenes y caminaron hacia la salida del callejón. Anisa, llevada de la mano por el soldado, comenzó a caminar arrastrando los pies, las lágrimas continuaban desprendiéndose de sus ojos y se estrellaban contra el suelo lleno de pequeñas grietas.
—Un momento —dijo, tras ella, el de la capa. Todos se detuvieron. El hombre sacó un pañuelo de entre los pliegues de su tela y se lo extendió a Anisa—. Sécate las lágrimas. No quiero sospechas de nadie.
Aturdida, la pelirroja solo se quedó mirando el pañuelo, viejo y sucio. Antes de que se diera cuenta, el soldado ya había tomado la tela y la pasaba por encima de sus ojos con delicadeza, dejando no más rastro del llanto que los ojos enrojecidos.
—Me llamo Drehil —le murmuró el joven—. Todo estará bien.
Volvió a tomarle de la mano y siguieron caminando, flanqueados por sus captores.
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Destino Carmesí
FantasyUn mercenario que recibe una visita del pasado, una soldado que regresa a su ciudad abandonando el campo de batalla, una joven con fuego en el cabello que busca a su hermano, y un monje que descubre un oscuro secreto. Las vidas de estos cuatro perso...