CAPÍTULO VI: EL PESO DE LA MISIÓN

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El Cuartel General de Arrakdis se encontraba al noreste de la ciudad, levantándose cerca del castillo del rey, separado por unos cuantos barrios nobles. En el pasado, había sido un coliseo en donde se realizaron varias carreras de aknurs, lo que explicaba su forma circular y la gran arena en donde entrenaban tanto jinetes como infantería. Había sido remodelada para, en lugar de tener gradas, ostentar altos muros y pasadizos para habitaciones de reclutas o soldados rasos, para herreros y cocineros y hasta oficinas dedicadas a la administración del cuartel, como si en realidad todo el cuartel fuese la muralla más gruesa y alta que se fuese a construir en la historia de Daleria. En medio de la arena se levantaba una torre, la Torre de los Capitanes. Se levantaba por encima de la gran muralla, ahí quienes llevaran ese rango podían hacer reuniones e incluso quedarse por un tiempo en las habitaciones que tenían el resto de pisos. El pináculo de la torre lo formaba una planta amplia, sin más muros que gruesas láminas de cristal separadas por columnas de piedra, sobre las cuales se apoyaba el peso del tejado.

Valda miraba la arena de entrenamiento desde dicha sala. Desde tanta altura, los hombres y mujeres que se formaban para dar sus vidas al servicio de Tendrazk parecían tan pequeños como hormigas, incluso los que iban montados sobre aknurs. Verlos le hacía recordar sus primeros años como recluta en el ejército del rey, la primera vez que había sentido la incomodidad del gambesón y los fríos anillos engarzados de la cota de mallas, el peso del escudo en todo su brazo izquierdo y el del hacha o la espada en la mano contraria. Durante los entrenamientos, al igual que muchos otros reclutas, probó la áspera tierra de la arena de entrenamiento, derribada una y otra vez por los maestros de armas. En más de una ocasión acabó con una contusión en los costados, alguna muñeca dislocada y hasta una pierna rota. Varios de los reclutas que conoció se retiraron al terminar los entrenamientos de prueba, fuesen o no aceptados. Pero Valda no se retiró, presentía que la vida del ejército le daría esa fortaleza que tanto estaba buscando, una fortaleza que le permitiría superar aquella debilidad que invadía su cuerpo y su mente cuando veía o recordaba a lo que le esperaba en sus aposentos.

—Se ven prometedores —dijo una voz a su espalda—, ¿no?

Valda se volteó hacia Zebdran, capitán de la unidad número doce. Era un noble de un poco más de cuarenta años, de cabello y bigotes castaños bien recortados. Algunos le decían Zebdran el Joven, debido a que no aparentaba en nada la edad que le pesaba sobre los hombros; ni siquiera su piel se había visto atacada por las arrugas que debieron de haberle aparecido a la mitad de los treinta. Incluso su mirada, aquella mirada apoyada en sus ojos verdosos, parecía siempre divertida, como si no se tomara nada en serio, como si se tratara de un niño en el cuerpo de un hombre. Tenía puestos unas botas oscuras, pantalones de seda y un jubón de cuero rojizo sobre una camisa gris. En aquel momento se hallaba en su asiento, frente a la mesa en donde el resto de capitanes se unirían para discernir algunos asuntos.

Valda había sido la primera en llegar, como en la mayoría de ocasiones. Le sorprendió el hecho de ver a Zebdran llegar en segundo lugar, usualmente era de los últimos en pasar por la puerta.

—Esperemos que la mitad no deserte —siguió Zebdran, sin esperar a que Valda respondiera—. ¿Soy solo yo o cada vez hay menos reclutas que se ofrecen a las filas de su Majestad?

Valda arqueó una ceja. Si el capitán hubiese dicho eso frente al resto, que le cortaran la lengua habría sido poco.

—Tienes suerte de...

—De no haberlo dicho frente a los otros capitanes —dijo Zebdran con aburrimiento, perezoso—. Deja de ser tan... profesional, Valda. Ten un momento para reír. Esperaba verte celebrando con tu unidad luego de que regresaran a la ciudad, pero no estabas ahí.

—A ti no te importa si celebro o no con mis soldados —respondió la Campeona de Tendrazk, con un tono que haría pensar a cualquiera que se trataba de un capitán hablándole a un recluta rebelde, presto a descargarle los dientes de un puñetazo—. Metete en tus propios asuntos, Zebdran.

Destino CarmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora