Las escaleras estaban talladas en la piedra, desgastada por los años de uso, ascendían en una espiral flanqueada por muros tan cercanos que Enir y quienes lo escoltaban tenían que ir uno detrás del otro. Enir iba descalzo, cada nuevo escalón que tocaba con la planta de sus pies le daba un gélido mordisco. Rodeándolo, envolviéndolo, resonaban los metálicos pasos de los Paladines y el crepitar de las antorchas que llevaban para apartar a las sombras, tanto detrás como frente a él. Lo estaban conduciendo hacia donde sea que lo necesitaran. Habían estado subiendo escalones casi por media hora, las piernas de Enir temblaban, fatigadas, y los pulmones del joven se quedaban sin aire cada vez más rápido. Aun así, los Paladines no lo apresuraban, si él lo pedía se quedaban a esperar a que recuperara el aliento o a que sus piernas dejaran de temblar; a veces le daban un poco de agua. La Fe Blanca de Fanemil, o lo que fueran en realidad, necesitaba tenerlo con vida y en sus cabales. En alguna parte del ascenso, Enir pensó que podría golpearse la cabeza contra las paredes y así acabar con toda esta tortura, lo llevó pensando por mucho tiempo y pidió un momento para descansar. Sentado en el peldaño helado, tratando de evitar la oscuridad del visor del Paladín frente a él, se dio cuenta de que no era la falta de fuerzas por no haber comido nada en quién sabe cuanto tiempo, sino el miedo lo que le impedía lanzarse contra el muro: de repente imaginaba el dolor, la herida que se le abriría en alguna parte de la frente y la sangre embarrando su cara, y entonces, aterrado, pidió que le ayudaran a levantarse para seguir subiendo las escaleras.
Paladines... Enir saboreó la palabra, movió la lengua, pero no los labios ni los músculos de su garganta, solo una vaga imitación de los movimientos que debería hacer si es que la pronunciaba en voz alta.
Fueron los Paladines quienes lo detuvieron. Estuvo esperando por horas a su contacto, alguien que lo llevaría hacia el destino final, a donde podría terminar todo antes que empezara. Pero los Paladines llegaron primero; con sus armaduras y capas blancas en medio de la noche, brillantes por el aceite de florestrella. Lo arrestaron en nombre de la Fe Blanca de Fanemil, rodeándolo con los filos de sus espadas. Aquel había sido el momento de ser valiente, de aceptar su destino y lanzarse sin vacilar. Y en lugar de eso se había rendido, se arrodilló y extendió las manos para que se las encadenaran. No lo llevaron para una audiencia con los Altos Hermanos, directamente pasaron al cuarto de torturas en donde lo golpearon una y otra vez, tanto que, cuando se detuvieron, Enir necesitó unos segundos para recordar en dónde estaba, quién era y qué había hecho.
Habían sido también los Paladines quienes lo arrastraron hacia aquel infierno oscuro. No recordaba algo anterior al descenso más allá de la lluvia de golpes y dolor, fue como teletransportarse en el tiempo con solo un parpadeo. Aún recordaba cómo lo sostenían de los brazos mientras descendían hacia su celda; tenía la cara adolorida en diversas partes, la nariz rota solo le transmitía el aroma de su propia sangre, cuyo férreo gusto se volvía uno con la salinidad del sudor en sus labios. Daba la impresión de ser una gran marioneta a la cual le habían cortado los hilos, no podía ni levantar la cabeza sin ayuda de la inercia o de las manos enguantadas de los Paladines, fuertes e igual de heladas que las escaleras y los muros.
Los Paladines eran la recreación de las figuras míticas del mismo nombre, los soldados del mismísimo Fanemil, seres que velaban por el bien de Orthamc: protectores de sus habitantes y enemigos jurados del Vacío. ¿Qué eran, entonces, los que estaban escoltando a Enir? Una prueba, una muestra más de que en todo lo que estuvo creyendo fue una mentira.
El Paladín que iba delante de la ascendente marcha, de repente, se detuvo. Enir hizo lo mismo, extrañado hasta que se dio cuenta de que las escaleras se habían terminado. El Paladín estaba parado frente a una puerta de madera, la antorcha que sostenía en un brazo hacía que el acero bruñido de su albina armadura brillara, extrajo un manojo de llaves colgado de su cinturón y lo introdujo en la cerradura. Con un sonoro click, que se extendió en las profundidades, la puerta acabó abriéndose, dejando entrar a la pálida luz del exterior junto con un viento ululante y friolento. Las antorchas bailotearon, amenazando con apagarse.
—Andando —dijo el Paladín, volviendo a caminar.
Enir suspiró antes de seguir, intentando reunir un poco de valor a cambio de las pocas fuerzas que quedaban en las piernas.
Al principio, la luz del exterior fue agresiva con sus ojos, obligándolos a cerrarse. El viento se volvió más agresivo, parecía escupir fríos clavos que se enterraban en la piel. Entonces, en sus desnudos pies, sintió las blancas brasas de la nieve.
—De rodillas —escuchó que le ordenaban en medio de su propia oscuridad.
—Dios... —soltó Enir en una mezcla de llanto y sorpresa.
Estaba en la cima de una montaña. Cerca del acantilado, tres figuras vestidas de blanco, sonrientes, aguardaban.

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Destino Carmesí
FantasyUn mercenario que recibe una visita del pasado, una soldado que regresa a su ciudad abandonando el campo de batalla, una joven con fuego en el cabello que busca a su hermano, y un monje que descubre un oscuro secreto. Las vidas de estos cuatro perso...