CAPÍTULO I - EL MONJE

127 6 2
                                    

Al abrir los ojos, se dio cuenta de que habían encendido la antorcha de nuevo. Titilante y anaranjada, teñía los muros de piedra, llenando de luz aquella celda en la que no sabía cuánto tiempo llevaba ya. Una olvidada cuenta de los días y las noches se hallaba grabada en el muro sobre el cual recostaba la espalda; un día, cuando despertó y no vio más que la oscuridad, supo que calcular el tiempo ya no importaba. Pero ahora volvía a estar ahí, crepitando, soltando chispas desde sus lenguas danzantes. Su sol, le habían regresado el sol. Sin el sol, la esperanza dentro de él agonizaba, moría a cada segundo como una flor aguardando la llegada de la lluvia en tiempos de sequía. La esperanza le permitió seguir cuerdo, o al menos lo suficiente, como para seguir consciente de sí mismo hasta el regreso del sol.

Los primeros días, cuando aún abrazaba la idea de poder escapar, se había estado preguntando por qué hizo lo que hizo, si es que acaso las motivaciones que tuvo eran suficientes. En esos momentos no obtenía más respuesta por parte de su mente que el recuerdo de cómo fue el primer día en el que llegó al Castillo Blanco, el gran palacio-ciudad y establecimiento principal de la Fe Blanca de Fanemil. Luego de cuatro largos ciclos de peregrinaje, andando descalzo por el reino que lo vio nacer, por las calles pedregosas de las ciudades, por la tierra endurecida del camino, por las hierbas y las hojarascas de los bosques e incluso por las pedregosas montañas de la Cadena de Daleria, al fin consiguió llegar hasta el destino que todo fervoroso de Fanemil deseaba alcanzar. El Castillo Blanco se levantaba en la zona central de la Cadena de Daleria, en un pequeño valle llamado Valle de las Rosas Albas. La Fe Blanca de Fanemil se extendía por todos los reinos a su completo servicio, pero no era vasalla de ninguno, no era un sirviente. El mismo día que él había conseguido llegar, los monjes a quienes se uniría lo recibieron en la entrada al valle, llevándoselo hasta la Fuente de la Pureza, donde únicamente se bañaban aquellos que estaban dispuestos a abandonar toda conexión con el mundo que tuvieran antes de llegar con ellos. Él, efectivamente, había hecho el sacrificio; el peregrinaje, los pies llenos de heridas, el solo alimentarse del agua y el pan que le ofrecían en las iglesias, todo era una prueba que poco a poco lo desligaba de su vida pasada.

Nunca imaginó que una vida, entregada a Dios en cuerpo y alma, lo arrastraría hasta donde estaba ahora: una celda en las profundas mazmorras del Castillo Blanco, sin ventanas, fría y lúgubre, acompañado por nada más que una antorcha titilante a la que había acabado por convertir en su nueva deidad; la idea de dormirse y despertarse envuelto en las sombras que provocaba su ausencia le aterrorizó. El hecho de saber que un lugar en donde la paz y la armonía se mantenían tan utópicamente había un espacio en donde existieran mazmorras le hizo darse cuenta de lo equivocado que estaba, si no es que ya, con lo que había estado haciendo, no habría perdido por completo la perspectiva de su fe.

Todo lo que le habían enseñado desde niño estaba mal, todo lo que había comprendido acerca de Fanemil, sobre el viaje hacia el Umbral de Cristal después de la muerte, todo. Y si las enseñanzas que lo formaron desde que era niño resultaban ser una mentira, ¿qué era él entonces, que había dejado atrás todo para unírsele?

Nada, era nada. Y el resto del mundo también era nada. Pero él sabía la verdad, sabía el horror que la Fe Blanca enmascaraba tras su predicación. Tenía que salir de esa mazmorra, tenía que escapar y decirles a todos. Su sol había vuelto, todavía quedaba esperanza.

La puerta de la celda, de repente, se abrió. Se sorprendió de no haber escuchado las pisadas de quien había bajado para verlo. Con los ojos bien abiertos, esperó a que su visitante pasara el umbral de la puerta. La antorcha, colgando sobre la entrada, arrancó destellos de la armadura de placas que portaba el extraño. Las piezas eran de hierro teñido de blanco, pulidas y sin marcas de rasguños, remachada de negro; se trataba de un paladín.

—Enir —le dijo el visitante, su voz resonando contra el yelmo con visor que le cubría el rostro. Enir era su nombre, pero por el tiempo que llevaba encerrado la mazmorra, por la cordura que estaba por perder, tardó en recordarlo—. ¿Hablarás?

Por unos momentos, Enir se quedó callado, como si hubiese olvidado nuevamente que él era a quien se dirigían.

—Ya tienen todo lo que sé —dijo, exhausto. Tenía la garganta seca y tan poca energía que apenas podía elevar el tono de su voz para que fuese oíble—. Solo deben revisar las notas y...

—No se trata de lo que dijiste —interrumpió el paladín—. Se trata de lo que podrás decir. Terminarás lo que empezaste...

Enir sintió un escalofrío recorriendo su columna vertebral.

—Y la Fe Blanca estará ahí para verlo. 

Destino CarmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora