Incluso dentro de la Fe Blanca de Fanemil, a Enir le costaba hacer amigos. Pensó que se le haría más fácil. Imaginar que todos compartirían la misma fervorosa fe, el mismo deseo de dedicarse al riguroso estudio del Libro Blanco y a la practica de los hábitos sacramentales, le hizo suponer que la tarea de entablar eruditas conversaciones se realizarían con la misma facilidad que suponía robarle un dulce a un bebé. Pero, al final, aquellos intercambios de palabras se convertían rápidamente en competiciones para ver quién era el más ilustrado en cuanto a cuestiones de la Fe Blanca, una lucha de intelectos en la que Enir no deseaba participar; no porque en su mente no estuvieran impregnadas, como al rojo vivo, aun candente después de años de estudio, los pasajes de pergaminos y páginas sagrados, sino porque todo aquel espectáculo le parecía una falsedad y una inclinación al pecado, pues consideraba aquellas discusiones, disfrazadas de conversaciones amicales, luchas de egos; y la soberbia no tendría por qué ser algo que caracterizara a un monje al servicio de Dios. Decepcionado, se autoexiliaba a los rincones más escondidos en los espacios que los monjes podían recorrer dentro del Gran Templo de Aleron.
El brazo, nombres que recibían las dos largas extensiones del Templo que nacían desde el gran salón principal, de la izquierda, era el destinado al almacenamiento y creación de nuevos saberes. Tenía tres niveles a simple vista, aunque debajo aguardaban por los menos unos ocho más. La primera planta de la superficie se llamaba salón de escritura; era amplio, dividido en cinco grandes habitaciones separadas por arcos puntiagudos, cada una poblada por mesas en donde los monjes se dedicaban a hacer anotaciones de las investigaciones que realizaban. Cada habitación estaba destinada a una de las cinco ramas de estudio: artes, justicia, medicina, religión y cosmos. Los monjes podían ocupar cualquier habitación cuando quisieran; al retirarse, dejaban sus escritos en los estantes que rodeaban los muros. Los pisos superiores eran en donde se hallaba la biblioteca, donde uno podía ir y buscar los escritos que quisiera; si no encontraba nada, debería solicitar un permiso para ir a las zonas inferiores, donde, acompañado por un guardia, podría encontrar lo que buscaba. A menudo, Enir gustaba de sentarse en la zona dedicada al estudio del cosmos. Se sentaba en la esquina inferior derecha, casi pegado a un estante de escritos, sumergía su pluma en el tintero y empezaba a garabatear ideas que se le ocurrían, preguntas que siempre quiso responder. Miraba hacia el gran panel de cristal, al otro lado de donde estaba sentado, e imaginaba que el día no destellaba más allá de la ventana, sino que aguardaban las tinieblas de la noche, y que en el cielo se avistaban a las hermanas plateadas.
Desde que tuvo consciencia de sí, desde el momento en el que supo que era de los afectados por el transe lunar, siempre creyó que había algo más allá que una simple fuerza hipnótica y desconocida. Había leído mucho sobre teorías que explicaban su origen: algunos decían que la fuerza gravitatoria de los satélites influía en los seres humanos de alguna forma, otros que la reflexión del sol sobre los astros era la responsable. Por otro lado, los que pertenecían a la Fe Blanca de Fanemil explicaban que todo era parte de la gracia y poder de Dios, que solo los más cercanos a él tenían aquel transe. De ahí que, hasta tres siglos atrás, la Fe solo aceptara en sus filas a gente que padeciera el trastorno. Enir iba a instaurar una nueva tesis sobre el transe lunar, sería su legado, su aporte al mundo del conocimiento, su gran creación.
Aunque al ritmo que avanzaba, la vejez lo alcanzaría cuando ya estuviese por la segunda oración de su discurso. Tenía que documentarse bien sobre las lunas, y las descripciones más exhaustivas, las más detalladas, se encontraban en lo profundo del templo. Los permisos no solo tardaban mucho en ser aprobados, sino que también exigían un tiempo para redactarse: el interesado debía explicar con detalle los tipos de libros que necesitaba y, a su vez, los motivos que lo arrojaban hacia dicha búsqueda; los altos mandos recibían multitudes de permisos a todos los días, y en conjunto seleccionaban los que, a su parecer, parecían más prometedores en cuanto a crecimiento intelectual para su respectiva aprobación. Si no se recibía la aprobación durante la primera semana de haberse enviado, el investigador debía volver a escribir su solicitud. Para mala fortuna de Enir, su investigación estaba repleta de vacíos intelectuales que se veían reflejados en las diez solicitudes que hasta aquel momento había enviado. De momento, Enir solo se limitaba a revisar las investigaciones archivadas en los cuartos dedicados al estudio del cosmos y la religión.
Las obligaciones como monje dentro del Gran Templo también lo tenían ocupado; dos veces a la semana, junto a otros compañeros, debía acompañar al sacerdote del templo para la preparación del salón principal. Este se extendía recto veinte metros, bajo un tejado arqueado, hasta llegar a una zona circular de diez metros de diámetro techado por una cúpula de cristal que permitía el paso de la luz diurna. Una estatua de Fanemil, de quince metros, se hallaba en medio de la zona circular, bañada por la luz. Durante la noche, daba un aura sombría, pero cuando el sol gobernaba en el cielo, su cuerpo de piedra alba parecía destellar a veces. Después de terminar el aseo, Enir regresaba al salón de escritura y se internaba en la misión de buscar investigaciones que sirvieran de apoyo para la suya.
Aquel día, estaba inmerso en la lectura de una de esas investigaciones hasta que escuchó un paso metálico. Los paladines del templo ya empezaban a repartir las solicitudes aprobadas a los monjes. Para no interrumpir la concentración de los estudiosos con llamados, las carpetas de escritura tenían los nombres escritos en la parte superior; el paladín solo debía acercarse y verificar que el autor tuviera el mismo nombre.
Ningún paladín se acercó a Enir. Harto del sabor de la decepción, Enir no se sintió mal al ver que tendría que redactar otra solicitud.
Cuando llegó la hora de salir del salón de escritura, alguien lo tomó del hombro.
—Hey —llamó el monje. Parecía ser de su edad, aunque era más bajo. Tenía el cabello rubio y ojos oscuros. En la mano libre llevaba un pergamino—. Creo que esto es tuyo.
Enir frunció el ceño y recibió, vacilando, el papel. Cuando leyó su nombre y vio el sello del sacerdote en jefe del templo, tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para no saltar de la emoción. ¿Pero cómo es que no le había llegado?
—A veces se confunden —explicó el monje rubio sin que Enir preguntara, como si le leyera el pensamiento—. No me sorprende, en realidad. También me pasaría entre tantos nombres.
—¿Cómo... cómo dices que te llamas? —preguntó Enir.
Su compañero de estudios sonrió.
—También me llamo Enir.
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Destino Carmesí
FantasyUn mercenario que recibe una visita del pasado, una soldado que regresa a su ciudad abandonando el campo de batalla, una joven con fuego en el cabello que busca a su hermano, y un monje que descubre un oscuro secreto. Las vidas de estos cuatro perso...