La cabeza le explotaba del dolor, se tambaleaba de un lado a otro, tanteando el espacio y tanteando el tiempo. Estaba extremamente confundido, escuchaba voces metálicas y apenas distinguía luces azules y rojas. La boca le sabía a metal, y sentía el cabello embebido en aguamiel. Un golpe seco le dio la bienvenida a la realidad, entonces vio lo que en sus pesadillas siempre imagino sombrío y oscuro. Por fin lo habían atrapado.
-Límpiate - dijo un hombre enfundado en un traje azul y le lanzo un trapo de tela. Miró sus manos y su camisa, ambas estaban empapadas de sangre.
Lo último que recordaba era estar entregando mercancía a uno de sus habituales clientes. Se reunió con el Mandril en un prostíbulo a las afueras de la ciudad. El Mandril fácilmente pasaría por un menesteroso pero entre su ropa rota y sus tatuajes mal dibujados, se guardaba varios fajos de billetes. Su expresión no menguaba demasiado en ninguna ocasión, ni cuando las putas se le acercaban, ni cuando mataba sus labios fragosos se deformaban.
Las prostitutas, acostumbradas a la atención incesante de los clientes se les restregaban a ambos. Raúl demasiado amable para el lugar y la situación le retiro la mano a una chica de cabello morado y pechos voluminosos. Vete, pronuncio suavemente. El Mandril aparto a otra chica de un manotazo.
-Ten- Raúl deslizó por debajo de la mesa una maleta gris.
El Mandril abrió el cierre lo suficiente como para meter la mano y sentir la forma de la muerte. Eran un total de 12 "escuadras" o pistolas Colt de 9 milímetros. No las veía, pero sabía que todas brillaban. Con expresión malhumorada sacó el dinero y se lo entregó a Raúl.
Antes de que Raúl guardara el dinero, la puerta del prostíbulo literalmente salió volando, el humo blanco que da un poco de ambiente a esos lugares huyó hacia el techo. Las meretrices se cubrieron los senos y corrieron a los vestidores, tenían bien estudiado lo que se hacía en esas situaciones. No era la primera vez que un montón de policías entraban de forma violenta al local. Entre gritos y empellones siguió a todas las mujeres desnudas. El objetivo era llegar detrás de un telón rojo, y allí ya pensaría en algo. Un segundo antes de llegar un policía le golpeo con una macana en la cabeza. Escucho un pitido y luego la oscuridad absoluta.
El trapo manchado de sangre, cabellos y diminutos pedazos de piel, quedo arrumbado en una esquina.
Los meses siguientes fueron confusos y rápidos al mismo tiempo. La misión de la redada era aprender a varios narcomenudistas y por una fea broma del destino lo atraparon a él, que también era buscado. El policía que le dio el macanazo recibió un ascenso. El defensor de oficio le dijo que lo mejor sería hacerla de soplón y así conseguir un buen trato. Tras muchas diligencias y careos la sentencia fue de 7 años. Su madre al principio no iba a visitarlo, el enojo podía más con ella que las ganas de saber de su propio hijo.
Antonio fue a todas y cada una de las vistas durante esos 7 años, las primeras veces los dos lloraban uno frente al otro, después toda la ira y el enojo de Antonio fue fluyendo en forma de reclamos "¿Por qué no dejaste ese mundo?" "¿Crees que es justo que pasemos esto por tu culpa?" "Tu madre y Rodrigo están muy tristes". Nunca respondía a esas preguntas, se quedaba callado mientras la culpa lo carcomía.
Mientras crecía, Rodrigo se volvió rebelde. Fumaba marihuana y consumía alcohol con dinero sacado de quien sabe dónde. La única vez que visito a su hermano en la cárcel fue unos meses antes de que Raúl saliera, los años y las heridas habían desaparecido. Los hermanos se abrazaron y lloraron lo que no pudieron en ese tiempo perdido. Al salir del reclusorio, su madre lo esperaba. Juntos subieron al auto de Antonio.
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Nos bañamos juntos, yo le tallé la espalda y él soltaba gemidos quedos. Por poco comienzo a besarlo en medio del agua caliente. Mientras me vestía, Rodrigo jugaba con mi cabello hundiendo su nariz en él o surcándolo con sus dedos. Cada contacto que me regalaba era una aventura de sensaciones nuevas y hermosas. Empezó a tocarme debajo de la camisa. Salte ante un pellizco en el pezón.
-¿Qué haces? – le dije mientras me ponía los calcetines. Un leve sonrojo recorrió mis mejillas.
-Te marco. Eres de mi propiedad, además siempre he querido hacerte eso – contestó con los pantalones a media pierna y una sonrisa traviesa en los labios.
-No soy una vaca.
-Si lo eres, y yo soy tu toro – reí– Vamos abajo, es hora de cenar.
En la sala Raúl, la madre de Rodrigo y un hombre de ojos verdes veían la televisión.
-Rodrigo, hay pizza para cenar – dijo el de los ojos verdes.
-Él es el niño naranja – contestó Rodrigo en voz alta.
-¿Niño naranja? – susurré
Todos en la sala voltearon a verme, más nerviosos no podía estar.
-Lo sabía – grito Raúl.
Nos sentamos a la mesa, la cena consistía en dos pizzas, una de pepperoni y otra hawaiana. Una comida muy desenfadada.
La madre de Rodrigo, que se llama Sandra, me platicó del arte y oficio de vender flores. También me entere que Raúl y el hombre de los ojos verdes, llamado Antonio, eran pareja. Algo que sinceramente me sorprendió mucho, estamos tan acostumbrados a los moldes estereotipados de gays, que cuando descubrimos que alguien lo es sin entrar en ese molde, nos asustamos.
Antonio llevó una conversación conmigo bastante agradable, me hablaba de su trabajo en una empresa cuyo nombre no me acuerdo y yo le contestaba con conceptos de matemáticas que él no entendía.
Dieron las 9 de la noche, hora de volver a casa. Me despedí de todos, Sandra me apretujó entre sus brazos tan fuerte que casi me saca el aire. "Ven cuando quieras, esta es tu casa" dijo. Me acorde de los mismos abrazos que me daba Helena y por un momento sonreí. Rodrigo me acompaño hasta la jeep.
-Tienes una bonita familia – dije mientras buscaba las llaves de la camioneta. Accidentalmente se cayeron, me agache para recogerlas y sentí lo más brusco o sensual que he experimentado.
Rodrigo me dio una nalgada tremenda y después deslizo su mano entre mis piernas, tocando todo lo que encontraba. En el reflejo de la puerta vi mi cara ponerse como un tomate.
-¡Rodrigo!
Sus dientes blancos se asomaban por su boca, reía plenamente y a carcajadas. Le callé la burla insolente con un beso.
-Perdón, perdón. Me gustan tus nalgas.
-Tonto.
-¿Te veo mañana? Descubrí un nuevo jazzista que te puede gustar.
-Es una cita – respondí. Nos despedimos con un lento beso.
Me encontré con un embotellamiento, puse la radio. Mi celular sonó. En la pantalla aparecía un mensaje de Rodrigo y otro de mi madre. ¿Cómo me voy a armar de valor para decirle que soy gay?

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En la orilla
RomantizmRodrigo y Leonardo dos almas encontradas por el destino, esconden profundos y oscuros secretos que los atormentan en el presente. El afán de Rodrigo por amar a Leonardo se encuentra con muchos obstáculos que seguramente los destruyan en el camino. ...