3. un té de melocotón para la aspirante a superhéroe

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30 de septiembre, 2020

Ir a terapia la ponía de mala hostia.

Estaba sentada con las piernas cruzadas en la sala de espera perdiendo el tiempo en Tik Tok. El despacho de la terapeuta se encontraba junto a la enfermería, así que no era nada raro que Elena, mientras esperaba su turno, se topara con algún estudiante extraviado buscando una excusa justificable —un papel, con la firma de un especialista— para que le quitaran una falta o le permitieran repetir un examen. Esa tarde, por casualidades de la vida, la sala estaba desierta, excepto por la pareja de periquitos del enfermero. Harta se puso a juguetear con una goma del pelo, mientras escuchaba el molesto tic tac del reloj y el ruidito que hacían los pajaritos al dormir.

No quería estar ahí, no estaba cómoda. Incluso el ambientador le molestaba.

Llevaba yendo a terapia desde los once años. Al principio, fue con los brazos abiertos. Necesitaba que alguien le dijera que no era un monstruo y que eso que le estaba pasando era una fase o que existía un remedio para su dolencia. Pero en cuestión de meses, después de muchos intentos y especialistas, había cambiado de opinión y se había encerrado en banda. ¿Para qué seguir intentándolo si al final del día nadie podía ayudarla de verdad?

«Os ayudaré buscando la cura».

Una cura milagrosa... ¿podría ser posible?

Negó con la cabeza y bajó los pies al suelo. No podía permitirse que las palabras de ese enclenque se le metieran en la cabeza. Si hubiera una cura, si de verdad existiera, ¿no la habrían encontrado ya, no estaría siendo comercializada, no estaría en manos...?

«Detente, no te metas en un círculo vicioso».

Dejó de jugar con la goma y se miró las manos. Estaba sudando. ¿Por qué no estaba el aire puesto? No necesitaba ayuda. Por algún motivo, tenía algo malo en su interior, algo que salía a la superficie cuando perdía el control, cuando se cabreaba demasiado, cuando todo la superaba o cuando tenía miedo, muchísimo miedo. Aparte de eso, que no tenía cura, por más que el idiota insistiera, no necesitaba ayuda.

La puerta se abrió. Julia estaba ahí, con su peto favorito y con el pelo recogido en una cola de caballo. Sonreía, por supuesto que lo hacía. A ella la terapia le venía muy bien. Nunca tenía quejas, solo palabras de agradecimiento que a Elena se le clavaban en lo más hondo del pecho. No quiso preguntarse por qué era así, por qué le fastidiaba que su hermana saliera feliz de esos encuentros semanales.

«Porque quieres encajar, porque te sientes vacía».

Ignoró deliberadamente ese pensamiento intrusivo.

La terapeuta, una mujer bajita y regordeta, de unos cuarenta y tantos años y con una sonrisa afable, le saludó con un gesto de la mano.

—Dame dos minutos, pequeña, voy a por más té y entramos, ¿vale?

Elena hizo un ruidito nada comprometedor. No era como si pudiera largarse por las buenas. Si no venía puntual a cada cita, la doctora se chivaría a la directora y la directora a sus padres y entonces ya tendrían un follón nuevo. Elena no necesitaba eso en su vida, no mientras tuviera que entregar dos trabajos para la semana que viene y fuera menor de edad.

Julia no se movió de su sitio; cambió el peso de un pie a otro e hizo sonar sus pulseras.

—¿Por qué nunca lo intentas? —preguntó bajito, uno de los periquitos pio más fuerte.

A Elena le reventaban esa clase de preguntas.

Julia tomó asiento a su lado. Olía a chicle (tenía la fea costumbre de usar esas colonias malísimas que olían a chuches) y a las velas relajantes que la doctora encendía para, según ella, valga la redundancia, relajar el ambiente. A Elena le entraban ganas de gritar, gritar y no parar nunca. Se contuvo.

Somos efímeros (YA A LA VENTA EN AMAZON)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora