1. la Gloriosa abre sus puertas

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11 de septiembre, 2020

«Maldita nueva nuevísima normalidad».

Por su culpa Elena y Julia estaban ahí perdiendo el tiempo, rodeadas de imbéciles hasta arriba de alcohol y de lo que fuera que hubieran pillado con tan poco margen.

«Malditos cayetanos».

Eso quedaba más apropiado. Nadie le impedía cagarse en esos niñatos que no merecían el aire que respiraban. ¿Estaba ese tío en pelotas en el borde del puente? ¿Y ese otro se acababa de derramar la botella encima? Era imposible que unos meses de confinamiento pudiera trastocar a la gente hasta el punto de poner su vida en riesgo. Pero teniendo en cuenta que de normal prefería pasar la tarde haciendo cualquier otra cosa, hasta arrancarse las pestañas una a una sonaba como un buen plan, tampoco era tan descabellado.

—¡CARPE DIEM! —gritó alguien pasándole por delante.

A su lado, Julia dio un paso atrás.

Era su culpa, ¿a quién había pretendido engañar? Elena Salgado, ese era su nombre completo, aunque fingiera que su apellido no existía («es que es demasiado cutre, papá»), había convencido a su hermana, Julia, para que fueran a la verbena del pueblo, porque «¡es nuestro último año de insti, hemos sobrevivido a una pandemia encerradas con un padre muy pesado y con una madre que, para no haber estado, ha sido una tocanarices de campeonato!». Si bien Julia no las había tenido todas consigo, agotada del viaje en coche y de poner el armario en orden, cedió cuando Elena puso cara de cachorrito abandonado.

Por lo menos habían tenido un jardincito en el que refugiarse y a Canijo, un gato gordo mimoso con el pelaje más suave del mundo, que no paraba de dormir, de comer y de hacer travesuras, que habían adoptado de manera oficial semanas antes de que se implementara el Estado de Alarma. Menos mal que se lo llevaron a casa ese viernes de marzo, si hubieran dejado que se quedara en el internado, habría pasado meses solo. A saber qué habría sido de él.

Alguien la agarró del brazo, sacándola de sus pensamientos y Elena se tensó en respuesta y se giró preparada para sacarle los ojos a quien hubiera tenido la genial idea de molestarlas. Su padre decía a menudo que tenía un pico de oro y la mecha demasiado corta. De hecho, podía soltar una retahíla de improperios que haría temblar al camionero medio, sobre todo si decidían invadir su espacio sin permiso.

Era su hermana, con la nariz arrugada, mirando con horror hacia el puente (que no era un puente al uso, porque el río estaba más seco que su paciencia, que luego dijeran que el cambio climático era un invento) y al tipo que gritaba despavorido «¡Sin manos, con un pie!» como si le fuera la vida en ello. Que así era. Solo dios sabía por qué no había tenido un accidente aún o cómo había sobrevivido tantos meses encerrado. La consola le había frito las neuronas.

O la falta de vitamina D.

—Lena, esto es una locura...

Elena negó con la cabeza, restándole importancia. Estaban junto al botellón, al lado del río. Era normal que hubiera tanto jaleo en la zona. Habían ido a parar allí en busca de alcohol, que era lo que necesitaba después de meses encerrada y otros tanto adaptándose a la no-normalidad. Por las historias de Instagram, Elena sabía que varios de sus compañeros estaban por allí con más alcohol del que podrían consumir en una noche, dudaba que pusieran muchas pegas a compartir algún cacharro con ellas y si no, estarían lo bastante borrachos como para no fijarse si habían puesto dinero. Julia no parecía muy cómoda al respecto.

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