19 de diciembre, 2020
Al sonreír, se le veían los colmillos. Era una vampira pelirroja.
Elena se sonrojó hasta la punta de las orejas ante ese pensamiento, que trajo a colación su obsesión insana por los vampiros. Vero alzó una ceja divertida, probablemente porque su sonrojo habría alcanzado otras partes de su cuerpo desnudo, y se acercó a ella para rozar la nariz con la suya y devorar su boca como si al día siguiente fuera el fin del mundo o el principio del apocalipsis. Sinceramente, la pelirroja no necesitaba una excusa para quitarle el aliento, podría besarla así todos los días y ella se moriría gustosa.
A Vero le gustaba tomar el control en la cama; agarrarla de las muñecas y presionar su cuerpo contra el colchón (o cualquier superficie), sacarle los gemidos a mordiscos y los suspiros a besos. Siempre que lo hacía, todas y cada una de las veces, sonreía como si fuera la tía más afortunada del planeta y Elena moría un poquito más, porque todo era demasiado intenso, placentero y doloroso a partes iguales, y nunca pensó que se pudiera sentir así de bien con nadie. Y porque era ella, su pelirroja, la chica de las constelaciones en las mejillas, y nada más importaba. El mundo se podría acabar justo en ese momento que Elena estaría en el cielo.
Mientras Vero dejaba un reguero de besos húmedos desde el cuello hasta su ombligo, deteniéndose especialmente en su pecho, como si fuera el manjar más exquisito que hubiera probado nunca y ella estuviera muerta de hambre; Elena memorizaba con detalle su rostro ovalado, las pecas que decoraban su cara (siete, ocho, nueve y diez), los lunares de su cuerpo (eran muchísimos), la suavidad de su pelo y la facilidad con la que este se enredaba entre sus dedos...
Vero se sentó a horcajadas sobre su cuerpo y le sonrió maliciosa.
—¿Me echabas de menos? —ronroneó.
Joder que sí.
Elena recordó la primera vez que la vio, con un balón de baloncesto bajo un brazo y unas zapatillas de balé en la mano. Reía a carcajadas completamente sola. Por eso se fijó en ella. Por eso llamó su atención. «Eh, tú, Galán, ¿te llega la sangre al cerebro?». De hecho, había querido preguntarle si se había tomado la medicación, pero en cuanto sus ojos, verdes (justo el color del mediterráneo) y enormes, coincidieron con los suyos, todo a su alrededor se derrumbó y fue raro de narices. Era como si su cuerpo hubiera sabido lo que quería —lo que necesitaba— antes que su mente, o tal vez fueron las hormonas.
Seguro que fueron las hormonas.
—Más quisieras —se obligó a responder, a volver al presente. A Vero se le acentuó la sonrisa, apoyó las manos sobre el colchón, a ambos lados de su cabeza y se acercó despacio, muy despacio, hasta su boca.
Qué cruel era.
—Deja que lo arregle, rubia.
Ella tragó saliva justo antes de que sus bocas se encontraran.
También recordó su primer beso, torpe e igual de intenso, en la puerta del salón de actos. Se habían pasado toda la semana tirándose pullas cada vez que se cruzaban, y se cruzaban mucho y a propósito: en las pistas de baloncesto, en las puertas del gimnasio o del salón de actos, en los pasillos... Y por WhatsApp, a todas horas. Fue la propia Vero quien le dio su número, le agarró de la muñeca, y sin darle oportunidad a réplica, le sacó el capuchón al rotulador con los dientes y le escribió su número en la mano. «Aquí tienes, rubia, tócame los ovarios por ahí si te atreves» y se fue guiñándole un ojo, y dejándola con una mala hostia y un revoltijo de cosas sin nombre ni apellido justo en la boca del estómago. Por supuesto que le había escrito, odiaba quedarse con la palabra en la boca.
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Somos efímeros (YA A LA VENTA EN AMAZON)
Genç Kurgu"La chica que sentía demasiado, la que se convertía en Muerte y el chico que temía a las sombras. Estaban juntos, el resto no podría importarles menos". El internado la Gloriosa abre las puertas al nuevo curso escolar, uno repleto de secretos efímer...