6. la hora de las brujas (aka el desastre en mayúsculas)

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31 de octubre, 2020

Era la noche de Halloween.

Había una fiesta —una pequeña reunión— en las salas comunes de bachiller, a las que no tenían acceso los de la ESO y donde no debería de haber ni una gota de alcohol. Se suponía que aquellos que fueran mayores de edad se les permitía bajar al pueblo, pero ese año, dadas las medidas de seguridad del centro, las salidas extraordinarias quedaban prohibidas so penas de expulsión, así que casi todos habían hecho piña para reunir la mayor cantidad de alcohol posible, porque una fiesta así de cutre sin un cubata no sobreviviría a medianoche ni de broma.

Elena había decidido pasar de la fiesta para quedarse en su habitación. Podría haberse puesto su pijama favorito (de cabezas de unicornios guiñando el ojo), atiborrarse a patatas fritas y ver alguna peli en Netflix, pero al final se había decantado por pasar la noche (o al menos una hora) con Héctor Cañizares de Sociales. Era alto, con rastras y con un cuerpo de escándalo. Nada de eso habría importado si hubiera escuchado algún rumor repugnante sobre él, pero no, todo habían sido buenas palabras, suspiros de enamorados y muchas promesas sobre el tamaño de su paquete y lo que hacía con él. De hecho, si Elena había optado por subrayar con rosa pastel su nombre de una lista cada vez más pequeña de candidatos, había sido por el renacuajo, quien le había jurado, por diestra y siniestra, y a todas horas, que era lo mejorcito que había parido la Gloriosa.

Elena se lo había acabado creyendo. Parecía perfecto.

En ese momento, ya no estaba tan segura. Héctor había llegado puntual con un ramo de rosas rojas de verdad, una caja de bombones con forma de corazón (¿dónde estaban sus calabazas de chocolate con sorpresa?) y vestido de punta en blanco. Si el tío se había percatado de su cara de horror, no se lo mencionó o directamente le importó tres pimientos en vinagre, porque arrancó una rosa, la olisqueó y le soltó una cursilería que, si tuviera que repetir ahora mismo, se pondría a potar de la vergüenza.

Con el ramo en las manos (sin saber muy bien qué hacer con él, si ponerlas en agua o dejarlas secar o ponérselas de sombrero al iluminado ese), Elena le dejó pasar al cuarto. El chaval observó la habitación embelesado, como si quisiera memorizar cada detalle y almacenarlo con mimo en su memoria. Elena arrugó la nariz disgustada.

«Es guapísimo, súper listo. Es el mejor. Es como arrancarte una tirita».

Pero cada minuto que pasaba se preguntaba por qué narices no había hecho una lista de candidatas. Seguro que las tías le daban menos dolores de cabeza.

—¿Quieres quitarte la chaqueta?

—¿Eh? Ah, la chaqueta. Es que pensaba que podríamos... ya sabes, ir a la fiesta.

—No, no hace falta.

—¿Tienes Netflix o algo así? Podríamos ver una peli.

Esto tenía que ser una cámara oculta.

—O podemos directamente hacer lo que has venido a hacer —le sugirió un pelín mosqueada; soltó el ramo sobre el escritorio, cuidándose de que no hubiera nada que pudiera estropear las rosas y se cruzó de brazos—. ¿Necesitas que te dé permiso? Vale. Vamos a follar.

—¿Sin preliminares?

¿Qué entendía por «preliminares» ese tío?

—Si te refieres a una cita, no, no hace falta. Los dos sabemos muy bien a qué hemos venido. ¿Que hemos compartido, dos frases y media? Te gusto. Me gustas. Es sexo. Así de simple.

El tío asintió dubitativo y se miró las manos, nervioso.

—Entonces...

Era una cámara oculta seguro.

Somos efímeros (YA A LA VENTA EN AMAZON)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora