Capítulo 18

8.1K 726 1K
                                    

"Siento un martilleo en el pecho. Es tu corazón, pienso, latiendo a pesar de estar roto. Está tratando de salvarte. Siéntelo. Siente tu corazón, trabajando con más fuerza que nunca. Está trabajando para salvarme, al igual que todo lo demás"

Will Walton.


El frío de la noche se estaba asentando.

Era como si una mano invisible tirara lentamente de la manta de calor con la que los rayos del sol habían cubierto a sus hijos ese día. El mar había comenzado a cantar sin parar una suave melodía que sus oídos conocían desde antes de nacer, como si de una canción de cuna se tratara.

La luna iluminaba a sus hijos en su descanso, velando por sus sueños, mientras la Gran Madre de todo tejía con paciencia y esmero los hilos enredados en sus inmensos y eternos dedos, uniendo cada hilo en su lugar.

Su espalda se mantuvo erguida todo ese tiempo; sus músculos comenzaban a acalambrarse por la posición estática. Pero Neteyam no sé movió, no lo haría, se mantendría firme como una montaña que le haría frente al embravecido mar. Se encontraba sentado sobre la arena, como desde el principio, su vientre estaba liberado y sin la opresión del corset de cuero, al fin se sentía libre. Pero, un nuevo peso se había acentuado en su pecho, uno que no pretendía soltar.

Allí, en sus brazos, se encontraba descansando el príncipe Metkayina.

Desde hacía horas estaba acurrucado entre sus piernas, y había dejado caer todo su peso sobre él, ambos unidos pecho con pecho. Su rostro estaba recostado sobre su hombro, y su oreja clavada en su piel le permitía escuchar los latidos de su corazón. El tun tun uniforme de aquel sonido lo había arrullado hasta calmarlo, más el príncipe no se había dormido.

El cabello de Aonung estaba suelto, y los dedos de Neteyam estaban clavados en su cuero cabelludo acariciando sin parar, enredando sus dedos en aquellos rizos negros como ébano, pero tan suaves como la seda. Aquellas caricias habían logrado calmar su llanto y solo concentrarse en ellas, en la forma en la que se hundían en aquella suavidad y luego se retiraban, para volver de nuevo a tocar su piel. Hacia tanto que no recibía una caricia de esa manera, que deseo que el tiempo se detuviera en ese instante.

Quería que el tiempo comenzara y se detuviera en Neteyam.

Aonung había llorado. Había llorado como no lo recordaba hace tanto tiempo. Fue extraño; como una represa, una que ya no pudo ser contenida, cuando un punto flojo permite la caída de unas gotas y luego el golpe de una fuerza abismal, una a una las lágrimas cayeron sin parar, como un torrente sin fin. Y lo más extraño fue que Neteyam lo dejó llorar. Lamió sus lágrimas una a una, y cuando vio que no pararía solo lo abrazo.

Aonung escondió su cara en su cuello, y aquella tersa piel fue mojada con lágrimas de un príncipe roto. Lo abrazó y no lo soltó desde entonces.

Cuando logró calmarse, intentó levantarse, pero ya no tenía fuerzas en sus brazos, y Neteyam tampoco lo dejó ir. Lo acomodó de tal manera que descansará en sus brazos, y dejó que lo arrullara. Se sorprendió cuando lo recostó en su pecho, y con su pulgar comenzó a secar sus lágrimas con ternura.

Aonung se perdió en aquella suave caricia que tocó su piel, y cuando sintió los dedos del chico unirse en su cabello, solo se dejó ir.

Si hubiera estado en un estado más consciente, se había avergonzado por el contacto tan cercano que tenían sus cuerpos. La piel de Neteyam era tan suave como los mantos de hilo sagrado que habían bendecido, y sus fuertes brazos fueron un refugio a sus dolencias, jurándole silenciosamente que no lo dejaría. Su cálida piel era como el manto de un nido en el que quería esconderse. Pero ahora ya no tenía fuerzas para eso, se sentía tan desganado e ido, como si no hubiera dormido por años, y quizás era cierto.

Te veo, hijo del agua.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora