XIV. Mamita, qué quilombo

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"MAMITA, QUÉ QUILOMBO"



El partido se detuvo minutos atrás. Un puñado de nigerianos, y otro de argentinos estaban parados como postes alrededor de Leo Messi y del árbitro. Éste último sostenía una tableta de pastillas en la mano, y una botella en la otra.

—¡Te dije que se iban a dar cuenta, Leo! ¡La puta madre...! —gritó Mascherano, que estaba caminando de un lado al otro alrededor, con las manos en las sienes.

—¿No la puedo tomar después? —dijo Leo en un hilo de voz, pálido. Las cámaras estaban enfocándolos. Su cara, las pastillas, todo el mundo los estaba viendo.

Una dura negación de cabeza fue la respuesta.

El miedo se reflejó en sus ojos, su pecho comenzó a expandirse y comprimirse, sus manos a temblar de una forma tan visible que su frente parecía decir "pánico". Le dio la espalda al árbitro, dio unos pasos, arrastró las manos por su cara y elevó la mirada al cielo en un acto suplicante y sinsentido: porque, ¿qué podía hacer ahora? Su vista se estrelló en el piso, se quedó inmóvil con las pupilas ancladas en la tierra, sin parpadear. Un deje de angustia atacó su rostro y sus ojos buscaron desesperados alrededor. La multitud de jugadores a la redonda, tanto nigerianos como compatriotas, iba aumentando, al igual que los murmullos, los dedos que lo señalaban, las caras de sorpresa y las narices arrugadas. Y, más allá, en el área técnica, Diego.

Leo sintió como si el tiempo se detuviera alrededor de ellos, que quedaron viéndose a la distancia como si una línea los uniera. Diego estaba ahí, de pie, como un mástil de titanio. No se iba a quebrar, no se iba a hundir. 

Y él tampoco. 

Se dio la vuelta y, con las manos temblando, agarró la tableta y el agua de las del árbitro, quien lo había esperado con la paciencia de la muerte. Se puso la botella bajo el brazo para poder sacar una pastilla, y la tragó con el agua. 

Y en ese momento fue como si una densa niebla, una pantalla que lo cubría, se rompiera en mil pedazos. Y aunque eso le estrujaba el pecho de terror, también era como si, después de haber estado encerrado en la oscuridad durante años, por fin saliera a cielo abierto. Ya no tendría que esconderse, ni fingir.

En las gradas, los hinchas abucheaban y silbaban, tirando vasos descartables, servilletas, latas de cerveza; lo que tuvieran a mano. ¿Era por la larga pausa o porque Leo Messi resultó ser un débil, sentimental, dependiente omega? No estaba seguro.

—Mamita, qué quilombo —oyó la voz del Kun, justo antes de que se le echara medio encima con un brazo rodeándole el cuello—. ¿Qué pasó, pá? ¿Estás bien?

Leo negó con una sonrisa agridulce. Tenía las entrañas estrujadas, el corazón acelerado y todavía le temblaban las manos. Pero estaba bien.

—Me olvidé de tomar la pastilla —dijo con sencillez.

Sergio arrugó el ceño con confusión; pero antes de que pueda preguntar lo que sea, el arbitro empezó a gritar que volvieran a sus posiciones, y el partido tuvo que reanudarse. Poco a poco, los jugadores se dispersaron. Los hinchas dejaron de lanzar cosas, de silbar, de abuchear. Los relatores dejaron de hablar y especular sobre Lionel Messi y la pastilla que acababa de ingerir; el tema pareció disolverse en el aire con los sucesos del partido.

El enfrentamiento acabó poco después, con un gol de Heinze que les dio la victoria.

Cuando salieron de la cancha, Maradona estrechó a Leo entre sus brazos, lo agarró por los hombros y lo miró, algo preocupado.

𝐀𝐂𝐄𝐏𝐓𝐀 𝐋𝐎 𝐐𝐔𝐄 𝐒𝐎𝐒Donde viven las historias. Descúbrelo ahora