IX

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—¡Despierta! —susurraban los muertos—. ¡Despierta!

  Alguien estaba sacudiendo a Percy.

  Abrió los ojos y era de día.

  —Vaya —dijo Andromeda, recargada sobre un árbol frondoso—. El zombi vive.

  El sueño lo había dejado temblando. Aún sentía el contacto del monstruo del abismo en su pecho.

  —¿Cuánto he dormido?

  —Suficiente para darme tiempo de preparar un desayuno —Annabeth le lanzó un paquete de cortezas de maíz del bar de la tía Eme—. Y Grover ha encontrado un amigo.

  Tenía problemas para enfocar la vista.

Grover, sentado con las piernas cruzadas encima de una manta, tenía algo peludo en el regazo, un animal disecado, sucio y de un rosa artificial. No, no se trataba de un animal disecado. Era un caniche rosa.

El chucho le ladró a Percy, cauteloso.

Grover dijo:

—No, qué va.

Percy parpadeó.

—¿Estás hablando con... eso?

El caniche gruñó.

—Eso —me avisó Grover— es nuestro billete al oeste. Sé amable con él.

—¿Sabes hablar con los animales?

Grover no le hizo caso.

—Percy, éste es Gladiolus. Gladiolus, Percy.

Miró a las dos rubias, convencido de que empezarían a reírse con la broma que le estaban gastando, pero ambas estaban muy serias.

—No voy a decirle hola a un caniche rosa —dijo—. Olvidadlo.

—Percy —intervino Annabeth—. Yo le he dicho hola al caniche. Tú le dices hola al caniche.

—Incluso yo le dije hola —murmuró Andromeda.

El caniche gruñó.

Percy le dijo hola al caniche.

Grover le explicó que habían encontrado a Gladiolus mientras hablaba con las chicas, y habían iniciado una conversación con el caniche. El caniche se había fugado de una rica familia local, que ofrecía una recompensa de doscientos dólares a quien lo devolviera. No tenía muchas ganas de volver con su familia, pero estaba dispuesto a hacerlo para ayudar a Grover y a las dos chicas lindas a su lado.

—¿Cómo sabe Gladiolus lo de la recompensa? —preguntó Percy.

—Ha leído los carteles, lumbrera —contestó Grover.

—Claro —respondió—. Cómo he podido ser tan tonto.

—Así que devolvemos a Gladiolus —explicó Annabeth con su mejor voz de estratega—, conseguimos el dinero y compramos unos billetes a Los Ángeles. Es fácil.

Percy pensó en su sueño: en las voces susurrantes de los muertos, en la cosa del abismo, en el rostro de mi madre, reluciente al disolverse en oro. Todo aquello podría estar esperándolo en el oeste.

—Otro autobús no —dije con recelo.

—No —lo tranquilizó Annabeth.

Señaló colina abajo, hacia unas vías de tren que no había visto por la noche en la oscuridad.

—Hay una estación de trenes Amtrak a ochocientos metros. Según Gladiolus, el que va al oeste sale a mediodía.

[...]

Midnights , Percy JacksonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora