XIV

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El dios de la guerra los esperaba en el aparcamiento del restaurante.

  —Bueno, bueno —dijo—. No os han matado.

  —Sabías que era una trampa —le espetó Percy.

  Ares sonrió maliciosamente.

  —Seguro que ese herrero lisiado se sorprendió al ver en la red a un par de críos estúpidos. Das el pego en la tele, chaval. Seguro que a mi padre le ha encantado verte calmando a su única hija mestiza, ¿Eh?

  Percy le arrojó su escudo.

  —Eres un cretino.

  Andromeda contuvo el aliento.

  Ares agarró el escudo y lo hizo girar en el aire como una masa de pizza. Cambió de forma y se convirtió en un chaleco antibalas. Se lo colocó por la espalda.

  —Eh, mocosa —le dijo Ares a Andromeda—. Algunos piensan que eres lista, así que te lo diré a ti. ¿Ves ese camión de ahí? —Señaló un tráiler de dieciocho ruedas aparcado en la calle junto al restaurante—. Es vuestro vehículo. Os conducirá directamente a Los Ángeles con una parada en Las Vegas.

  El camión llevaba un cartel en la parte trasera, que Andromeda pudo leer sólo porque estaba impreso al revés en blanco sobre negro, una buena combinación para la dislexia: «AMABILIDAD INTERNACIONAL: TRANSPORTE DE ZOOS HUMANOS. PELIGRO: ANIMALES SALVAJES VIVOS».

  —Zeus supremo... —murmuró Andromeda.

  —Estás de broma —dijo Percy.

Ares chasqueó los dedos. La puerta trasera del camión se abrió.

  —Billete gratis, pringado. Deja de quejarte. Y aquí tienes estas cosillas por hacer el trabajo.

  Sacó una mochila de nailon azul y se la lanzó a Percy. Contenía ropa limpia para todos, veinte pavos en metálico, una bolsa llena de dracmas de oro y una bolsa de galletas Oreo con relleno doble.

  —No quiero tus cutres... —empezó Percy.

  —Gracias, señor Ares —saltó Grover, dedicándole su mejor mirada de alerta roja—. Muchísimas gracias.

  A Percy le rechinaron los dientes.

—Me debes algo más —le dijo Percy a Ares—. Me prometiste información sobre mi madre.

—¿Estás seguro de que la soportarás? —Arrancó la moto—. No está muerta.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que la apartaron de delante del Minotauro antes de que muriese. La convirtieron en un resplandor dorado, ¿no? Pues eso se llama metamorfosis. No muerte. Alguien la tiene.

—¿La tiene? ¿Qué quieres decir?

—Necesitas estudiar los métodos de la guerra, pringado. Rehenes... Secuestras a alguien para controlar a algún otro.

—Nadie me controla.

Se rió.

—¿En serio? Mira alrededor, chaval.

Percy cerró los puños.

—Sois bastante presuntuoso, señor Ares, para ser un tipo que huye de estatuas de Cupido.

—Percy... —lo advirtió Andromeda.

Tras las gafas de sol de Ares, el fuego ardió.

—Volveremos a vernos, Percy Jackson. La próxima vez que te pelees, no descuides tu espalda.

Midnights , Percy JacksonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora