The Team

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Apagó el despertador de tal manotazo que lo hizo caer al suelo. Le encantaba el sonido arcaico de esa reliquia que encontró en la buhardilla al poco de mudarse con sus abuelos. Magda lo compró en un mercado de pulgas, entre actuación y actuación, durante una de sus giras. Sonaba a teléfono antiguo, o a grillo afónico, como solía pensar de pequeña. Desgastado por el uso, el bronce de la carcasa se abría paso ante el esmalte dorado, y ahora abollado, que antaño lo recubriera.

— «No puede ser» —pensó—.  «No he dormido nada».

Como de costumbre, permanecía sentada en la cama unos minutos, con el cuerpo muerto y la mente espesa, mientras reunía las fuerzas necesarias para afrontar el día. Luego, como si el cansancio fuera cosa del pasado, se levantaba de un salto y se repetía el mismo mantra una y otra vez, en bucle, de un modo casi enfermizo: «hoy va a ser un gran día, hoy va a ser un gran día». Se lo repetía para minimizar el pensamiento recurrente que la atormentaba desde hacía mucho tiempo, como si al repetirlo espantara a los demonios. Lo conseguía, al menos la mayoría de las veces, y había llegado un punto en que el subconsciente ganaba la batalla. «Hoy va a ser un gran día».  La cuestión era sobrevivir, dejar atrás las excusas y dar las gracias por estar ahí, muy a pesar de lo que le había tocado vivir.

Seguía un ritual sin fisuras: salto de la cama, desayuno, charla amena con los abuelos, ducha, elegir ropa, despedida afectuosa de Magda y de Miguel y quedada con the team —sus fieles amigos, sus amigos del alma—, en el punto de siempre. Quince minutos después estarían ya en el instituto.

—Me ha costado mucho esta clase, no veía el momento de que sonara el timbre.

—Tía, siempre estás igual. No te ofendas, ya sé por lo que es, pero no puedes seguir así. Ve al médico.

—Ya sé. Y ya fui. Lo intento, pero no puedo. Siempre hay un punto de no retorno. El insomnio me está matando. Oye, Pablo, ¿me pasas los apuntes de historia?

—Claro, cuando quieras. ¿Luego nos vemos en tu casa, o en la de Lola?

—No, en la mía no, que están los hijos de Daniel y me vuelven loca.

—¿Cuánto tiempo lleva tu madre con él? 

—Diez años ya.

—Los mismos que estuvieron mis padres de novios.

No pudo evitar que apareciera la tristeza.

—¿Y qué tal? Sigue todo bien? Los míos están superplastas.

—Sí, sí, lo único es que los críos dan mucho el follón, pero todo bien. Al menos mejor que con mi padre en casa.

Los tres amigos se llevaban de maravilla. Eran como un ente indivisible, como la Santísima Trinidad, o como los Rolling Stones, que no serían nadie sin Mick Jagger o sin Keith Richards. The Team eran más que amigos, eran como hermanos. Lo hacían todo juntos desde primaria, cuando se conocieron, alrededor de una década atrás. Una tarde, tras una maratón de Harry Potter, y después de un atracón a pasteles en la buhardilla de Lucía, se hicieron una foto de exaltación de la amistad. Lola no tardó en publicarla en redes con el hashtag #theteam y, desde entonces, se les conocía más por el seudónimo que por sus verdaderos nombres. Para ellos, el mundo se dividía en dos, todos los demás y The Team.

Lucía Benítez Casas no era una adolescente al uso. Era intuitiva, empática y más madura de la cuenta. Solía caer bien a prácticamente todo el mundo. Derrochaba simpatía y amabilidad, y poseía un sentimiento de la justicia elevado y quijotesco que la hacía abanderada de todas las causas, perdidas o no. A su lado siempre se estaba bien. Era, como se suele decir, una persona vitamina. Sus amigos le tenían en gran estima. Lola le solía decir: «Dios le da pan a quien no tiene dientes», pues gustaba quisiera o no, sin proponérselo. 

Lucía y la cámara olvidada (Libro I Trilogía The Team). Borrador Donde viven las historias. Descúbrelo ahora