La carta

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Después del proyecto, tras la resaca de emociones vividas, Lucía experimentó una sensación de vacío. Creía que una vez acabara todo se sentiría plena, miraría retrospectivamente todo y descansaría. Pero no fue así. Pasó el fin de semana en casa, con la única compañía de sus libros y su música. Comenzó escuchando su lista favorita en Spotify, que intercalaba, de vez en cuando, con las canciones favoritas de sus padres. Solo hubo un momento es que el oasis de paz que intentó crear en su cuarto se rompió. Era Magda, que llamó a la puerta con un sobre en la mano.
—¿Qué es eso?
—Es para ti, una carta, no tiene remitente.
Se la alcanzó y salió, pues sabía que su nieta deseaba continuar en su reclusión autoimpuesta. Lucía abrió el sobre con curiosidad y algo de nervios. No tenía idea de qué podía tratarse.

«Querida Lucía:

He sabido de lo ocurrido durante la cena hace unas semanas. Mi madre me lo ha contado todo y ha llegado el momento de hablarte de lo que pasó el día del accidente, pues tú también te encontrabas allí. Me avergüenza que haya pasado tantísimo tiempo, pero nunca logré reunir el coraje para hablarte de lo sucedido, y espero de veras que algún día puedas perdonarme.

Soy un fracasado, sí, lo soy. No es nada que se mantenga en secreto, todo el mundo me ha hecho sentir siempre así: mis profesores, algunos amigos, mis padres... Ellos especialmente. Para mí tu padre lo era todo. Era un amigo, un referente, un hermano. Siempre estuvo para cualquier cosa que  necesitara. En exámenes, en la toma de decisiones —las únicas acertadas de mi vida de las debo a él—, en mis relaciones amorosas... Ojalá le hubiera hecho caso cada vez que me decía «No inviertas en esto. No vayas allí. Esa persona no te conviene. No hagas esto, o lo otro.» Pero yo siempre he sido muy orgulloso, ya me lo decían mis padres, y nunca presté atención a las indicaciones de nadie. Me sobran soberbia y vergüenza. Siempre, pobre de mí, he hecho lo que he querido, cuando he querido, por las razones que he querido, y siempre lo he hecho mal.

En uno de mis viajes a casa conocí a Paula. Venía de Londres, donde me refugié con la excusa de aprender inglés, una excusa más. Otra mentira. Durante esa estancia mis sentimientos hacia tu padre cambiaron. Yo le quería, le idolatraba, pero en ese momento le envidié, a él y a la pareja que formaba junto a tu madre. Mi orgullo me permitió ocultarlo, pero yo me quedé prendado de ella. Tuve muchas novias, sí, pero sólo tenía ojos para Paula. Nadie podía sospechar nunca que un mujeriego como yo se enamoraría de la novia de su mejor amigo, de su hermano, así que nadie sospechó nunca nada. Pero buscaba cualquier estratagema para que me visitaran o yo visitarles a ellos:  conciertos, festivos, festivales, cumpleaños... Cualquier plan me valía con tal de estar con..., ella.

Una noche, en un bar, aproveché que tu padre fue al baño para declararme a tu madre. Mi enorme ego creyó que ella caería rendida a mis pies y que dejaría a tu padre por mí, qué estupidez. No había relación más sólida que la suya. La suerte quiso que tu madre no me lo tuviera en cuenta, pensó que tan solo eran las palabras caprichosas de un borracho, y le quitó hierro al asunto. También me aseguró que no se lo diría a tu padre para no generar un conflicto entre nosotros dos. A partir de ahí nos vimos menos, pero tanto la amistad como la relación continuaron. Iba y venía con cierta regularidad desde Londres y la miraba agradecido, cada vez que estaba con ella, por cumplir con su palabra. Pero nunca dejé de quererla, lo intenté, por el bien de todos, pero no pude.

Uno de esos viajes sería el último de todos, el del fatídico accidente. Esta vez vine con otro propósito, y era el de conseguir dinero. Mis padres ya me habían ayudado antes, y no podían hacerlo más, así que pedí ayuda a tu padre. Tu padre no me quiso prestar esta vez. No creas que no lo hizo con anterioridad, era solo que ya estaba harto de aguantarme, y no lo culpo. Pero no estaba pasando por un buen momento, las deudas me comían y necesitaba salir del apuro con urgencia.

Durante el fin de semana del camping lo pasamos fenomenal. Hicimos varias excursiones por la naturaleza —cómo las necesitaba, la city  me ahogaba, me chupaba la energía—, charlamos, nos pusimos al día... Yo estaba encantado, estar con todos vosotros, volver a ver a tu madre... No podía pedir más. Hasta el momento en que volví a meter la pata. Fue justo después de desayunar, con el sabor a café aún en la boca. Aproveché que tu padre te llevó a los columpios del camping para pedirle dinero a tu madre, pensé que se compadecería de mí. Nunca se lo había pedido a ella, y me arrepiento, porque eso lo desencadenó todo. La puse en un grandísimo apuro, y yo pasé la vergüenza más grande de mi vida, pero seguí insistiéndole, continué inventándome los motivos por los que necesitaba ese dinero, pero no me atreví a admitir que lo necesitaba por la terrible deuda que contraje por mis adicciones. La pobre Paula fue todo lo amable que pudo. Si algo la caracterizaba era su discreción, su capacidad para no hacerte sentir mal por muy mal que uno hubiera hecho las cosas. Pero yo ya me sentía así. Paula atajó la conversación elegantemente, pero al volver tu padre y tú de los columpios, en un descuido mío, tu madre contó a tu padre lo que le pedí y él, que ya me advirtió una vez que no volviera a hablarle de dinero nunca más, montó en cólera, y dijo a tu madre que se quería ir, que no iba a aguantar a un loco desagradecido como yo nunca más. «Te lo dije. Ya he tenido suficiente. Haz con tu vida lo que te plazca. Destrúyete si quieres, pero déjanos en paz.»

El mundo se me cayó encima. Yo sabía, porque lo conocía desde la cuna, que eso significaba el fin de nuestra amistad. Miguel intentó por activa y por pasiva ayudarme de la mejor manera posible. Intentó aconsejarme, disuadirme, me prestó dinero —pequeñas cantidades— alguna vez, pero ya estaba harto. Tu madre, por su parte, intentó por todos los medios no acabar así, pero ya era tarde. Metieron todo en el coche casi sin empacar nada, a lo bruto, y se subieron en él, contigo, claro. Yo les perseguí, les pedí perdón, les supliqué que no se fueran, que si se iban ya no me quedaría nadie... Pero arrancaron, no sin que antes me diera tiempo a subirme en el coche.

Este es el motivo de que nadie se pusiera el cinturón de seguridad. La discusión continuó en el coche, cada vez más acalorada. Y en un momento, en una curva, tu padre perdió el control del coche y se salieron de la carretera en una curva, con la mala suerte de que yo, el único que no merecía haber sobrevivido, lo hice. Por suerte tú también, es lo único que me reconforta.

Huí, salí corriendo, volví a mi coche. Nadie podía saber que yo estaba dentro con vosotros, nadie me vio salir. Así que tenía, pues los metros recorridos fueron pocos. Me pudo la vergüenza, y la culpa. Por eso apenas vuelvo a casa, no puedo mirar a nadie a la cara mientras cuelgue de mí este lastre. No espero que me perdones, bastante condena tengo yo con no perdonarme a mí mismo, sólo deseo que conozcas la verdad y que dejes de hacerte preguntas. La vida, a veces, lo pone todo del revés, permitiendo que muera la luz y dejando sobrevivir a las tinieblas.

Por favor, diles a Magda y a Miguel que lo siento, nunca podré decírselo a la cara.

Cuídate mucho, brilla, como lo hicieran tus padres. Sé feliz.

Te quiere siempre,

Mario.»

Lucía se mareó en su propia cama. Sintió rabia. Lloró. Pataleó el colchón, y con la almohada en la cara para amortiguar el ahogo del alma que sentía, llamó a Magda y a Miguel, que subieron tan rápidamente como fueron capaces. En su cabeza sonaba Golden Slumbers de nuevo, y en su corazón sintió un amor infinito hacia Miguel y Paula.

No fue consciente de que Magda y Miguel ya estaban leyendo la carta. Al terminar, Magda la dejó caer. Se recostó en la cama junto a ella, dejando sitio para Miguel, que las abrazó a las dos.

Si alguna vez hubo un modo de volver a casa, de sentirse con ellos, ironías de la vida, fue  a través de esa carta. Con ella pudo —al fin— terminar su duelo. Sufrió, se durmió, y soñó que sus padres le cantaban al oído: sleep, pretty darling, do not cry, y que le cantaban una nana.

Lucía y la cámara olvidada (Libro I Trilogía The Team). Borrador Donde viven las historias. Descúbrelo ahora