La clase magistral

37 14 5
                                    

Al día siguiente, a las seis de la tarde, sonó el timbre de casa.
—¡Lucía! —gritó Magda desde la cocina—. ¿Puedes abrir tú la puerta? ¡Deben ser tus amigos!
—¡Vale! ¡Ya abro yo!
Por la manera de llamar sabía que era Pablo, siempre tocaba el timbre dos o tres veces.
—¡Sabía que eras tú! —dijo mientras abría la puerta. Pero no, no era Pablo. Al menos no él solo, había alguien más.
—Hola —dijo Juan tímidamente.
Lucía se quedó petrificada, inmóvil. No podía creer que Juan estuviera en el umbral de su casa.
—Hola, Lucía. ¿Nos dejas pasar? —preguntó Pablo con confianza y con sonrisa picarona.
—Sí, sí, claro. Pasad.
Por un momento Lucía había olvidado que sanjuan, como lo llamaban a escondidas, también estaba citado.
—Es por aquí —añadió mientras indicaba el camino al nuevo miembro del equipo. Los nervios la bloquearon de nuevo. Sus mejillas no podían estar más rojas y solo se atrevió a mirarlo con frugalidad, lo Justo para asegurarse de que, en efecto, era él y no otro el que estaba en su casa.
Mientras subían las escaleras de la buhardilla, Lucía y Pablo se miraban cómplicemente. Dieron muestras de educación dejando subir al ¿invitado? primero. Se sentía muy inquieta, y resultaba extraño que Juan, probablemente la persona más popular del instituto, y una de las más conocidas del pueblo, estuviera en ese mismo momento subiendo las escaleras hacia su desván.
A mitad de camino sonó el timbre de nuevo.
—¡Lucía, vas tú! —gritó de nuevo la abuela.
—¡Sí, ya voy yo! ¡Debe ser Lola!
Se sintió muy aliviada de abandonar la buhardilla y escapar de ese momento tierra, trágame.
—Tía, está aquí —dijo susurrando—. ¡Qué vergüenza! Estoy supernerviosa.
—Pues claro, ya sabías que iba a venir. Y, ¿cómo que vergüenza? ¿Qué vas a estar nerviosa? Es tu casa. ¡Tú mandas! No seas tonta, por favor. Además, el que tendría que estar nervioso es él, no tú.
—¿Cómo estoy? —preguntó mientras se atusaba el pelo y se miraba en el espejo de la entrada.
—¿Pues cómo vas estar? ¿Sana, no? Que yo sepa no te duele nada. Anda, ve para arriba ya, que solo es una persona.
La practicidad y espontaneidad de Lola no eran comparables con nada. Lola no tenía filtros y en esta situación, más que en cualquier otra, pretendía quitar hierro al asunto. En primer lugar para ayudar a su amiga a tranquilizarse, y en segundo lugar porque le daba exactamente igual eso de los amoríos. No se encontraba en ese punto aún, o al menos eso decía ella.
Una vez arriba, the team debía romper el hielo con el nuevo compañero. No se puede negar que hubo algún momento que otro de incomodidad, hasta que Pablo, en un alarde de don de mando, dijo:
—Bueno, Lucía. ¿Cómo lo hacemos?
—Pues..., bueno, voy a subir algo para picotear, ¿vale? Y ya, si eso, empezamos.
Al oírse, se desdoblaba de su propio cuerpo para observarse. Todo lo que decía le parecía una insensatez y se fustigaba injustamente por ello, aunque a ojos de los demás pareciera dominar la situación. Esa era una de sus virtudes.
Subió con la bandeja rebosante de ricos panes de leche recién sacados del horno. Fueron cortesía de su abuela. Para acompañar les llegó agua y refrescos. Nadie, excepto ella, se decantó por el café, pero no quiso ser la nota discordante y se conformó con lo mismo que los demás.
Mientras ella se encargaba del picoteo, Pablo y Lola parecían tener una conversación de lo más amena con Juan.
Mientras subía la escalera a la buhardilla, Lucía se sentía como una intrusa en su propia casa, como ajena a lo que sucedía a su alrededor. No porque los demás le hicieran el vacío o la ignoraran, nada tenía que ver con eso, sino porque no conseguía relajarse y, al sentir que interrumpía, no pudo evitar carraspear para anunciar su llegada.
—Ejem... Aquí tenéis.
—Mmmm, tienes que probar los panes de leche de Magda —dijo Pablo a su nuevo amigo—. Son los mejores que probarás en tu vida.
Las palabras de Pablo hicieron sentir orgullosa a Lucía, no solo orgullosa de su abuela, sino también de la bonita amistad que le unía a su amigo: él fue el primer amigo que tuvo cuando se mudó con sus abuelos y, con el tiempo, su amistad se hacía más y más fuerte.
Todos comieron con apetito. Todos menos Lucía y Juan, que fingieron un hambre que desapareció por los nervios. Entretanto, intentaban organizar el proyecto. Una vez más, Lola se puso al mando:
—Bueno, Juan. Ya te dijimos que el proyecto será descubrir que contienen los negativos de la cámara que encontró Lucía. Lo primero que tenemos que hacer es revelarlos.
Lola se dirigió después a Lucía:
—¿Por qué no llamas a tu abuelo para que nos explique cómo se hace?
—Vale, sí, ya lo había pensado. Dadme un segundo.
Lucía acató las palabras de Lola como una orden. Se marchó escaleras abajo aliviada por escapar de esa tensión que sentía al estar junto a Juan.
El abuelo estaba tomando café en la cocina. Magda y él mantenían una conversación de lo más amena. Una vez allí Lucía le preguntó:
—Abuelo, ¿Podrías subir un momento?Necesitamos que nos expliques algo.
El abuelo imaginaba que sería algo relacionado con la fotografía, pues había escuchado a su nieta al teléfono hablar con Lola y Pablo sobre ello. También imaginaba que querrían conocer el proceso de revelado fotográfico, pues sin ello no podrían avanzar con la tarea. Él mismo encontró unos viejos carretes de negativo antiguos fuera de su lugar en el desván. Le hacía ilusión que su nieta siguiera sus pasos o, como mínimo, que sintiera curiosidad. Lo que no imaginaba era que basarían su trabajo en la investigación sobre viejos negativos y no en la toma de fotos en sí.
Subió a la buhardilla con obediencia. Una vez allí, saludó a los presentes.
—Buenas tardes.
Todos respondieron con educación. Juan se inquietó por saber que el abuelo querría conocerle.
—Vaya, veo una cara nueva por aquí.
—Se llama Juan, es de la clase de al lado —se anticipó Lola resolutivamente.
El abuelo y Juan se estrecharon la mano.
—Encantado, estás en tu casa.
—Gracias.
—Abuelo, necesitamos que nos expliques cómo se revelan las fotos —dijo Lucía obviando que ya le había preguntado sobre eso mismo en la cocina.
—¿Revelar? ¿No vais a hacer fotos?
También él se hizo el despistado.
—Bueno, en cualquier caso yo os explico todo.
—Según he leído, necesitaremos un cuarto oscuro, ¿no es así, Miguel?
Lola no podía evitar hacerse la sabionda de vez en cuando.
—Sí, eso es, Lola. Veo que conoces el procedimiento.
Miguel paró unos instantes para encontrar la versión más sencilla sobre el proceso de revelado de fotos que pudiera explicar a unos adolescentes. Se le daba bien dar explicaciones, bien lo sabía su nieta, que lo miraba con orgullo desde el lado opuesto del círculo que habían formado.
—Lucía, ¿me pasas el carrete?
A continuación, continuó explicando los entresijos relacionados con la tarea. La cadencia de su discurso se asemejaba más a un relato de ficción que a la impartición de una clase magistral sobre fotografía, y lo hacía de manera tan bonita y agradable que dejó a todos embelesados.
—Para poder ver la imagen en negativo de esta película...
—¿Película? —interrumpió Lucía más por decir algo que otra cosa. Ella ya sabía a lo que se refería Miguel.
—Sí, se llama así —contestó Miguel algo extrañado. Sabía que su nieta, por algún motivo que empezaba a sospechar, se comportaba de un modo extraño—. Para poder ver la imagen del negativo necesitamos que se haga visible en un papel especial, papel fotosensible, es decir, sensible a la luz. A esto se le llama positivado de fotos. Para ello necesitamos una serie de materiales, condiciones e instrumentos, y por suerte aún dispongo de todos ellos aquí. Por ejemplo unas gafas protectoras, tijeras, guantes, productos químicos, unas pinzas de ropa, una cuerda, delantales o batas protectoras y un cuarto oscuro, que es esa puerta pequeña que tenemos ahí. Si queréis, yo puedo ayudaros con la parte técnica y vosotros me ayudáis con la última parte, que además es la más interesante, ¿vale? Vosotros observad y ya os digo qué hacer aunque, eso sí, solo podéis de dos en dos, pues el cuarto es algo pequeño.
Lola hizo una señal a Pablo mientras lo arrastraba del brazo al pequeño sofá que había en el centro de la buhardilla.
—Nosotros nos esperamos, ¿verdad, Pablo? Preferimos pasar directamente a la parte de la investigación.
Pablo a veces se sorprendía de los puntazos de su amiga, parecía que tenía más interés en quedarse con él que otra cosa.
—Pues vamos allá —dijo Miguel mirando a su alrededor. Y encontró un baúl de donde extrajo unas batas que pasó a su nieta y a Juan.
Una vez dentro, con una profesionalidad y silencio absolutos, Lucía y Juan observaron todo el proceso detrás de Miguel, que veía por el rabillo de ojo las miradas que se lanzaban sin que ni ella ni él se dieran cuenta. Pasados unos instantes, que para Lucía fueron eternos, Miguel dijo:
—¡Pues ya está! Ahora cogedlas y colgadlas en esa cuerda para que se sequen. Como se ha hecho algo tarde no os merece la pena esperar hoy, mañana podréis venir a ver qué ha salido.
—Bueno, ya está. Que vaya bien, chicos.
Al salir, el abuelo bajó las escaleras para darles algo de privacidad.
—Qué majo tu abuelo —dijo Juan atreviéndose a mirar a Lucía—. Mola mucho todo esto. Quizás algún día pueda ver fotos suyas.
La verdad es que Juan parecía interesado de veras.
—Pues mira, ahí tienes una de ellas. Esa es mi abuela —dijo Lucía señalando una foto colgada en la pared. La voz, no obstante, se le quebraba.
Todos miraron esa foto en blanco y negro con una bailarina en el centro de un escenario oscuro, en el punto álgido de una pirueta, con las piernas totalmente estiradas en el aire, con la cabeza hacia atrás y los brazos extendidos. El salto más elegante que ninguno de estos adolescentes hubiera visto nunca. Al mirarlo, los tres se quedaron con la boca abierta. Parecía un ave a punto de emprender vuelo.
—Guau —dijeron Lola y Pablo al mismo tiempo. Nunca se habían percatado de esa foto, y mira que habían pasado horas en esa buhardilla.
—Bueno, creo que deberemos volver mañana y empezar la investigación, se ha hecho tarde —dijo Lola, la organizadora.
—Sí, sí, claro. Os acompaño abajo —dijo Lucía haciendo alarde de buenos modales.
Al despedirse de sus amigos, en el umbral de la puerta, Lucía sentía un hormigueo en el estómago inusual, aunque ya se encontraba más tranquila. Una vez que cerró la puerta, Lucía se dirigió al salón, donde sus abuelos hablaban animadamente con una persona.
—¡Hola, Mario! —saludó Lucía lanzándose a sus brazos.
—Nos ha venido a visitar, ¿te apetece un café? —preguntó Magda a su nieta—. ¿Uno clarito? —Vale. Me he quedado antes con las ganas.
Mario era un gran amigo de la familia. Lucía no se acordaba exactamente desde cuando lo conocía, pero desde que tenía uso de razón lo recuerda tomando café en casa o pasando largas sobremesas charlando con sus abuelos. Le quería mucho. Todos los Benítez le querían. Él y su mujer Alicia, habían estado presentes en los momentos más duros de la familia, en el fallecimiento de los bisabuelos, cuando Marga tuvo que aparcar su carrera de bailarina momentáneamente debido a una lesión y por supuesto tras el trágico accidente que les truncó la vida.
—¿Y Alicia? ¿No ha venido? —preguntó Lucía.
—No, hija. Ya sabes cómo es. No pierde su sesión de yoga por nada del mundo.
Y así, continuaron la charla. Quién iba a decir a Lucía que un día cualquiera como ese iba a terminar tan bien.
Con Pablo y con Lola todo era siempre genial, pero salir de la zona de confort por una vez no había estado nada mal y Juan había sido un descubrimiento para ella. Además, la visita de Mario, a quien hacía mucho tiempo que no veía, le había alegrado mucho.
Se sentía plenamente feliz y deseaba que ese sentimiento de felicidad general que la invadía durase mucho, nadie mejor que ella conocía el sabor amargo de la desgracia, y no quería degustarlo de nuevo.

Lucía y la cámara olvidada (Libro I Trilogía The Team). Borrador Donde viven las historias. Descúbrelo ahora