El proyecto escolar

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Se despertó con una sonrisa que no le cabía en la cara. Las conversaciones con sus abuelos, los retratos de sus padres y todas las reliquias guardadas en la buhardilla eran como un puzzle donde cada pieza reconstruía los recuerdos y experiencias nunca vividas por la adolescente. Con ellos iba siendo posible mirar al trasluz de radiografía familiar que ya se dejaba ver, y esto era indispensable para la adolescente. Si sus abuelos se esforzaban para que Lucía no se sintiera del todo huérfana, a pesar de serlo, claramente lo conseguían, y eso era tan gratificante para ellos como necesario para ella, pero con los hallazgos del desván las piezas adquirían otra dimensión y podían ser encajadas desde su propia perspectiva. Su cara estaba inundada por un reguero de alegría y de paz que emanaban desde su interior por saberse arraigada. Los relatos de sus abuelos minimizaban el sentimiento de orfandad y rellenaban el vacío interior que la llevaba de vuelta, una y otra vez, al accidente.
Bajó con paso torpe y tambaleante a la cocina.
—Buenos días, abuela —dijo mientras bostezaba con las sábanas aún señaladas en su cara—. Buenos días, abuelo.
—Buenos días, hija. Aquí tienes tu porridge —el abuelo preparaba su desayuno cada mañana mientras la abuela se lo preparaba al abuelo y a sí misma: así era como hacían las cosas en su casa.
Desayunaron en familia. En FAMILIA. Qué palabra tan grande, pensaba ella. Su pequeña familia, pues la tenía, vaya si la tenía, parecía inmensa en esos días donde todo atisbo de tragedia parecía extirpado de la faz de la tierra. Durante la conversación obviaron los recuerdos, se centraron en las banalidades del día a día. Qué vas a hacer hoy o qué cenamos luego. Se pasaron los cubiertos con la educación y la cortesía habituales y levantaron la mesa como el pequeño robot hacendosos que eran, como una máquina programada para un funcionamiento perfecto. Tras desayunar, con todo ordenado y en su sitio, se despidió cariñosamente de sus abuelos.
—Que tengas un buen día, hija.
—Gracias, abuelo. ¡Vosotros también!
Qué satisfacción la de Magda y Miguel. En días como ese tenían la certeza de que el trabajo estaba bien hecho, aunque al mismo tiempo les embargaba la tristeza. Qué triste saber que su hijo no conocería a la persona buena y humilde en que se había convertido su hija. Qué pena no poder levantar un teléfono y contarles a él y a Malena lo que había hecho Lucía, o cómo se sentía. Qué rabia no poder abrazarles nunca más, ni oír su voz.
De camino Stella Maris , su instituto, hizo la parada de rigor en el buzón de Correos que quedaba  entre su casa y la de Lola. Como cada día,  Pablo se uniría a ellas a falta de cinco minutos para llegar.
El suyo era un pueblo pequeño, pero sin ninguna carencia de instalaciones o servicios, y aunque ella vivía apartada del centro no tardaba mucho en toparse con los comercios más importantes: la panadería, el pequeño Supermercado Noly —cuya dueña, Manoli García, había heredado de su madre, Manuela Carmona y esta de su padre Manuel—, la ferretería, la farmacia, y las ruinas del antiguo teatro municipal, ahora en desuso,  del que solo el alcalde tenía la llave y que a ella le inspiraba tanto como le aterraba. Había visto fotos antiguas y le parecía un edificio fascinante. De estilo neoclásico, las mejores compañías de España habían pasado por él, como le explicó su abuela un día. Había un proyecto de rehabilitación que no terminaba de materializarse, y por ese motivo la excitante vida cultural del pasado se había visto reducida al mínimo.
—Hola, Lola —dijo automáticamente—. ¿Qué tal?
—Pues nada, tía. Allá vamos. Otro día más pringando.
Lola era de lo más negativo en las primeras horas de la mañana, mejor no hablar con ella, aunque su humor de perros mejoraba conforme avanzaba el día. Quienes la conocían sabían que debían ignorar los comentarios inoportunos y antipáticos del comienzo del día. A veces Pablo y Lucía se miraban y se reían, y esto enfurecía a Lola, que acababa varios pasos por delante de ellos para no seguir soltando improperios.
Tras casi diez minutos andando en dirección al instituto se encontraron con Pablo, que las esperaba en un banco de la acera de su casa, el banco de siempre
—Hola —se dijeron los tres casi al unísono.
Prosiguieron el camino, y antes de darse cuenta ya estaban sentados enfrente de sus pupitres con todo preparado para el comienzo de la primera clase, matemáticas. Empezar con matemáticas tenía pros y contras. Por un lado tenían la mente más fresca para afrontar problemas y cálculos, pero por otro lado aún se sentían con medio cuerpo adormecido en la cama que, seguramente, aún tendría su olor pegado y el tacto caliente.
Qué sueño, pensaba Lucía mientras bostezaba sin parar y alternaba la toma de apuntes con mirada furtivas a sus compañeros y compañeras. En esas horas de la mañana todavía se permitían los despistes y los estados en Babia. Ese día, Lucía se dio el lujo de saborear los relatos de sus abuelos de la noche anterior como si fueran el dulce más sabroso. Pensó en sus padres, en Magda y en Miguel, en the team y en todo su entorno, y se sintió afortunada. Una sonrisa se le petrificó en la cara.
También pensó en su familia materna. La unión con sus otros abuelos, Inés y Gabriel era estrecha, pero diferente. Fue duro tomar la decisión de quienes se harían cargo de ella tras el accidente, pero todos convinieron que lo mejor era que viviera en el pueblo con Magda y Miguel.
Inés y Gabriel la visitaban tres o cuatro veces al año más las estancias de Lucía acordadas por ambas partes, en vacaciones y también algunos fines de semana . Lucía les tenía mucho cariño, y a veces sentía pena por no verles más. Eran unos abuelos afectuosos que se desvivían por ella, pero la relación con Magda y Miguel iba más allá de la de cualquier abuelo con su nieto, y lejos de atenuarse con la edad, conforme Lucía iba creciendo, se iba haciendo más y más estrecha.
Tras el recreo, ya más espabilada, se enfrascó en una conversación tan banal como inesperada:
—¡No mires a tu izquierda! Juan, de la clase de al lado, está ahí.
—¿Qué? —dijo Lucía despistada.
—Babea cada vez que te ve. ¡Míralo! —dijo Lola con efusividad.
—¿Qué Juan? —preguntó Lucía mientras desobedecía a su amiga mirando justamente a la izquierda— ah, vale, ya sé quién dices.
Se había puesto tan roja que no podía levantar la mirada del suelo, y tan nerviosa que no pudo evitar tropezarse hasta caer... Ni siquiera unos reflejos tan rápidos como los suyos pudieron evitar la vergüenza de verse de boca encima del primer escalón de la escalinata que conducía al piso de arriba. Qué vergüenza, por favor. Se puso tan tan roja, que sentía que la cara le quemaba, pero tropezó de una manera tan graciosa que nadie se rio, y Juan la encontró todavía más irresistible.
Al llegar al aula Lucía aún sentía el bochorno de su tropiezo, pero la imagen de Juan —muy solicitado en el instituto— convirtió el sofoco en una sensación en el estómago nueva para ella, entre agradable y desagradable. Ella no se dio cuenta, pero estuvo toda la mañana con una sonrisa en la cara que no podía disimular.
Ya en clase de lengua la profesora, Elena García, les habló del nuevo proyecto de clase que debían realizar en  grupo.
—Como ya os adelanté hace unas semanas, gran parte de la nota de este trimestre consistirá en un trabajo de investigación.
Mientras hablaba, la profesora se acomodaba las gafas una y otra vez en el lugar perfecto de su nariz mientras buscaba entre sus papeles las instrucciones que debía leer a sus alumnos y alumnas.
—Decía —continuó— que se trata de un proyecto de investigación, como si fuerais periodistas. Puede ser sobre lo que queráis, utilizando los recursos que estiméis oportunos, digitales o analógicos, pero debéis respetar el derecho a la privacidad de las personas que estén involucradas, si es que las hay y, sobre todo, no podéis estar al margen de la legalidad. Vuestra seguridad es prioritaria, y no olvidéis los plazos de entrega. Cualquier duda o consulta me la podéis hacer en persona o por mail.
Elena, así era su nombre, se sintió aliviada y contenta por haber trasladado toda la información satisfactoriamente, pero en la clase comenzó un murmullo generalizado, primero tenue y más tarde a voz en grito, donde los grupos comenzaban a organizarse. En esas situaciones costaba mantener el orden de un grupo de treinta adolescentes.
Como era de esperar, Lucía, Lola y Pablo iban a estar en el mismo grupo, eso no se discutía: «the team, together», solían decir. Y todo el mundo lo sabía, nadie se atrevía a invitarles al suyo. Tras un rato pensando sobre qué podrían investigar, decidieron meditarlo con la almohada y poner una lluvia de ideas sobre la mesa al día siguiente.
Ya en casa, se echó en la cama después de comer y no tardó en pensar en la cámara de fotos de su abuelo. Se fue corriendo a la buhardilla para cogerla y trastear un poco más por allí. Después de un rato, en una caja junto con la propia cámara, vio unas cintas transparentes de color marrón. ¿Qué es esto?¿Será esta la película de la que hablaba el abuelo? Las miró con curiosidad y al trasluz vio unas manchas que segundos después se transformaron en personas. Pero, ¿esta no es...? ¿No es Magda? Los ojos se le abrieron como platos y el pulso se le aceleró. En los negativos, ahora recordaba que se llamaban así, había más de una persona y Lucía se moría por conocer quiénes eran. Este podría ser mi proyecto de investigación.
Al día siguiente, cuando  the team puso en común sus propuestas, varios temas fueron los candidatos: el despilfarro de agua de una familia media en un mes —propuesto por Pablo, tan consecuente con el medio ambiente que llegaba a sentir estrés—, el origen del euskera —propuesto por Lola en homenaje a su familia paterna—, y la historia detrás de los negativos antiguos encontrados junto a la cámara del abuelo de Lucía.
Tras unos minutos, no hubo un ápice de desacuerdo: todos se entusiasmaron con la última propuesta.
—Qué guay, chicas. Esto va a molar. Siempre me gustaron los retos —dijo Pablo.
—Si, no es tan chulo como investigar sobre el origen del Euskera, pero está bien —dijo Lola algo molesta, aunque no duró mucho el enfado, nunca duraba mucho.
Y así, una vez perfilado el objetivo del proyecto, solo tenían que ponerse manos a la obra, tenían dos meses para descubrir lo que contenían los negativos del abuelo

Lucía y la cámara olvidada (Libro I Trilogía The Team). Borrador Donde viven las historias. Descúbrelo ahora