La buhardilla

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La casa de sus abuelos era grande, señorial, ubicada en un gran un manto de césped verde, meticulosamente cuidado. El pueblo que la albergaba, más pequeño que grande, era un bonito enclave costero donde todo el mundo se conocía. La fachada principal vigilaba los tres grandes árboles de la propiedad: un abedul, un roble y un castaño. Los tres gigantes formaban un inmenso triángulo que habría delimitado el terreno de juego de los niños durante décadas. De una fornida rama del roble caían dos cuerdas roídas, tan robustas como el propio árbol, que se juntaban en un pesado tablón tan avejentado que ya no invitaba a columpiarse. El mismo columpio en el que se habrían divertido tantísimas generaciones de la familia, permanecía ahora inmóvil, solitario, y a punto de descolgarse, pero conseguía embellecer aún más el entorno del hogar. Las habitaciones de la casa, seis en total, miraban a un mar, a veces manso, otras fiero, que dotaba a la residencia de un hilo musical continuo al que a esas alturas ya todos se habían acostumbrado.

A Lucía le encantaba su hogar, aunque sentía predilección por la buhardilla, habitada por multitud de objetos olvidados, decorativos e inservibles, herencias y legados del pasado más reciente y más lejano. También aquí se hallaba la gran biblioteca familiar, un acopio de libros nuevos y antiguos fruto de la pasión de Miguel por las librerías de viejo.
Para Lucía esta inmensa habitación, polvorienta y aislada del resto de estancias,  significaba mucho más que un lugar lleno de libros y trastos. Allí fue donde aprendió a leer con la ayuda impagable de su abuelo quien, pacientemente, le enseñó los misterios de la lectura. Para ella la lectura era magia y su abuelo era el mago que juntaba las letras para formar palabras, que se trasformaban en sonidos, como otros conseguían sacar conejos de su chistera. Miguel fue el artífice de un mundo de fantasía con el que Lucía inventaba las historias más imposibles y estrafalarias. ¡Cuánto sucedió en esa buhardilla! Allí devoraba los libros, pero olvidaba comer comida. Cuántas veces tomaría su cena fría ante los intentos infructuosos de sus abuelos, que la llamarían sin cesar hasta darse por vencidos. Gracias a los libros aprendió a soñar y a olvidar. Con ellos ganaría las pequeñas batallas que libraba contra sí misma, contra sus pesadillas y sus miedos.

Pero también había lugar para el aburrimiento. Una tarde de lluvia, tras un buen rato sin saber qué hacer, arrastró un viejo colchón de cuna debajo del tragaluz. Más tarde Magda le regalaría unos bonitos almohadones, le dio unas sábanas frescas para crear el rincón más acogedor imaginable. Y allí se pasaba las horas, disfrutando. Su género favorito eran las novelas de misterio, que prefería leer de noche o los días de lluvia. Las leía con la linterna que Magda le dio tiempo atrás para así añadir más suspense. Le encantaba usarla a oscuras, con la única compañía de las olas del mar, y el haz de luz le ponía las historias más increíbles ante sus ojos.

A veces interrumpía la lectura para deambular y curiosear por la estancia. Se preguntaba para qué serviría esto o qué podría hacer con aquello. Buscaba y buscaba al azar, sin un objetivo claro, y a veces encontraba no sabía qué. A menudo tropezaba con una vieja silla sin respaldo, o con un juguete antiguo olvidado y envuelto en una espesa capa de polvo. Con su espíritu curioso pudo descubrir reliquias familiares de todo tipo, como fotos de personas de las que no había oído hablar —bisabuelos o antepasados que la miraban desde un pasado que parecía la Antigüedad—, pasaportes antiguos o lámparas o marcos delicadamente decorados. También encontró viejos rollos de telas extravagantes, alfombras antiguas y, la mejor de todas, un hato de cartas de amor de sus abuelos que leyó con voracidad. Fue así como, un día, conoció la historia de amor de Magda y Miguel.

Miguel Benítez Saura, como rezaba su DNI, no pudo resistir los encantos de Magdalena Briones Karpova, una bellísima bailarina descendiente de un comerciante español y una profesora de piano rusa.
—¿Cómo os conocisteis? —preguntó durante la cena.
Los abuelos se miraron tímida y alegremente intentando negociar quién de los dos contaría su gran secreto.
—Ejem... —carraspeó la abuela mientras se limpiaba la comisura de los labios y se acomodaba en su asiento—. Tu abuelo se dedicaba al negocio familiar y viajaba mucho.
—¿Cuál era el negocio familiar, abuelo?
—Mi padre heredó de mi abuelo la fábrica de anchoas más grande de la provincia, Conservas Benítez. Como el negocio iba muy bien, tenían dinero para pagarme clases privadas de inglés, y conseguí hablarlo con soltura. A ellos no les interesaba lo de hablar idiomas, así que se empeñaron en que lo aprendiera con fluidez para ser yo el encargado de las exportaciones. Mi hermana mayor murió de una grave enfermedad, así que me tocó a mi encargarme de todo.
—No sabía que tenías una hermana. ¿Tú querías dedicarte a ello? —inquirió Lucía.
—Sinceramente, no. Nunca me importó. Pero como a mí lo que me gustaba era ver mundo, me di cuenta lo afortunado que era, pues con el trabajo podría visitar un montón de lugares. Fíjate que acabé la carrera de Bellas Artes por vocación, me encantaba estudiar y me volvía loco pintar, y como había una línea de negocio que me permitiría hacer otras cosas, no supuso ningún drama para mí. Te aseguro que no. Lo más importante es que nadie te obligue a hacer nada. Yo no elegí mi camino, él me encontró a mí, y espero que tú hagas lo imposible para elegir el tuyo y ser feliz. —Finalizó mientras le acariciaba el pelo.
—Ajá —asintió la nieta mientras se concentraba en las palabras del abuelo. —Bueno, sigue, sigue—. Le animó con las manos para que continuara.
—Una de mis asignaturas favoritas era Fotografía, así que pensé que mi cámara de fotos me acompañaría a todas partes, y la llevé allá a donde fui.
—Ah, ahora sé por qué papá era fotógrafo, ¡le viene de ti! —dedujo alegremente.
—Exactamente, cariño —le devolvió la sonrisa—. Un día me tocó ir a Moscú por un viaje de trabajo. Me las arreglé para alargar la estancia porque no podía marcharme sin visitar sus museos, su famosa Plaza Roja, el Teatro Bolshói... Tampoco podía irme sin probar su gastronomía, ya sabes que soy de buen comer. Nunca sabes qué sorpresas te puede dar el...
—... el paladar —dijeron Lucía y su abuela al unísono mientras se miraban cómplices. Rieron.

Lucía y la cámara olvidada (Libro I Trilogía The Team). Borrador Donde viven las historias. Descúbrelo ahora