El grito desgarrador de Utahime resonó por toda la habitación. El aire se le escapó de los pulmones mientras su cuerpo convulsionaba por el dolor insoportable. La carne quemada desprendía un hedor fétido y la marca al rojo vivo en su piel ardía como fuego infernal.
El símbolo del clan Gojo ahora se grababa en su piel, una prueba irrefutable de su esclavitud. Escupió sangre y sus labios temblaron al intentar respirar. Pero nada de eso se comparaba con el dolor en su pecho, con la humillación que la sofocaba. Su dignidad había sido pisoteada.
Temblando, llevó sus manos ensangrentadas al lugar de la herida, como si pudiera borrar el cruel destino que le habían impuesto. Sus ojos, brillantes por las lágrimas y el sufrimiento, se encontraron con los de él.
— ¿Estás satisfecho? —preguntó con dificultad, la voz ronca y quebrada, pero sin apartar la mirada del hombre que la contemplaba con una sonrisa complacida.
Gojo Satoru se puso en cuclillas a su lado. Su kimono de seda apenas se arrugó con el movimiento. Su mano, grande y firme, sujetó la delicada mandíbula de Utahime, obligándola a alzar el rostro pálido. Su pulgar recorrió su mejilla sin maquillaje, limpiando una lágrima sucia de sangre.
— A mí también me duele verte así, cariño —su tono era dulce, casi amable, pero su mirada helada contaba una historia diferente.
¡Mentiroso!
Utahime sintió náuseas. Gojo podía fingir con su sonrisa encantadora, pero ella conocía la verdad. Disfrutaba verla sufrir. Era un demonio disfrazado de hombre.
— Quienes se portan mal deben ser castigados —murmuró, inclinándose más hacia ella.
Antes de que pudiera reaccionar, la besó. No fue un beso dulce ni tierno, sino un acto de dominación. Su aliento caliente la envolvió y su lengua intentó invadir su boca.
Utahime se estremeció de repulsión y furia. Sacó fuerzas de lo más profundo de su ser y lo empujó con toda su energía. Su mano voló por instinto y abofeteó a Gojo. Un murmullo ahogado recorrió la habitación, pero nadie se atrevió a intervenir.
Gojo giró el rostro, sorprendido. Luego, sonrió.
— ¡Tú! Bastardo… —jadeó ella, con el corazón latiendo con violencia.
Desde el principio, su relación estaba maldita. Ambos eran demasiado orgullosos y testarudos para entenderse. Ella, una cortesana atrapada en una jaula dorada. Él, el heredero del clan Gojo, un hombre que podía tomar lo que quisiera sin consecuencias.
Ella odiaba a los hombres y a la nobleza. Él despreciaba a los débiles y a los cobardes.
El desprecio mutuo fue inmediato, pero en algún momento… algo cambió.
[...]
“Aférrate a los sueños, porque si los sueños mueren, la vida es como un pájaro de alas rotas que no puede volar.” —Langston Hughes
¿Los sueños se hacen realidad?
Para ella, nunca.
Desde que fue encerrada en el barrio rojo, siempre soñó con ser libre. Pero en este mundo cruel, eso no era más que una fantasía absurda.
Si no podía escapar, entonces cantaría. Bailaría. Mientras pudiera moverse con gracia, seguiría siendo ella misma. No lo hacía por sus compañeras, ni por los hombres que la miraban con deseo. Lo hacía por ella.
Pero entonces… lo vio a él.
Unos ojos tan azules como el cielo que ella anhelaba ver de niña. Un cielo inalcanzable.
Gojo no le ofreció libertad. Solo otra jaula, más hermosa, más peligrosa. ¿Y qué importaba que le prometiera amor y devoción eternos? Nunca sería suficiente.
No confiaba en él. No confiaba en sí misma.
Así que esperó. Año tras año, guardó cada moneda, cada promesa, hasta poder comprar su libertad. Y si eso tomaba toda su vida, entonces así sería. Nunca sería reconocida como la esposa de Gojo. Ella era solo una cortesana. Una mujer del barrio rojo.
Tal vez, jamás escaparía.
Pero al menos, ayudaría a sus estudiantes. Esas chicas con las que compartía destino.
[...]
El destino era un caprichoso e implacable verdugo.
La primera vez que la vio, Gojo sintió asco.
No por ella, sino por sí mismo. Porque el deseo que lo consumió fue incontrolable.
Una locura, una obsesión. Quiso negarlo, pero el veneno ya estaba dentro de él.
Lo peor de todo era que ella también lo despreciaba.
Podía contar con los dedos las veces que le había sonreído sinceramente. Y eso lo desesperaba.
Si no podía poseer su alegría, entonces sería el dueño de sus lágrimas.
Porque incluso si su amor terminaba destruyéndola, nunca se arrepentiría.
Si pudiera volver en el tiempo, no cambiaría nada.
… Excepto una cosa.
Se lamentaría de no haber sido más egoísta. De no haberla atado a él antes.
Si tuviera otra oportunidad, se aseguraría de eliminar a todos los hombres que la desearan.
Y haría que Mei Mei aceptara su trato, sin importar el costo.
[...]
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