Capítulo 9

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El silencio está volviéndome loca.

La ansiedad, el nerviosismo y el extraño palpitar de mi corazón no hacen más que acrecentar la sensación de ahogamiento que se me ha apoderado de mí. El temblor incontrolable de mis manos me desespera e incrementa las ganas que tengo de golpear algo y de ponerme a gritar para aliviar la opresión que me asfixia.

Sé, por sobre todas las cosas, que debí tomarme el medicamento esta mañana. Que debí haberlo tomado ayer, y antes de ayer, y el día anterior a ese. Una palabrota escapa de mis labios cuando, por fin, decido salir de mi habitación para encaminarme a la cocina.

No tengo hambre.

De hecho, estoy bastante segura de que vomitaré en cualquier momento, pero necesito ponerme a hacer algo. Necesito concentrar mi atención en otra cosa, para que así mi cerebro sea capaz de lidiar con la ansiedad. Para que así, mi cuerpo no caiga bajo las garras de un ataque de pánico.

Abro la nevera en busca de algo que pueda ponerme a cocinar, pero no hay nada ahí. Abro las alacenas. Nada tampoco.

Otra palabrota se me escapa y la desesperación se vuelve tan insoportable, que tengo que encaminarme hasta la sala para abrir todas las ventanas que dan a la calle.

El aire fresco tiene un efecto sedante en mis nervios alterados, pero no consiguen deshacerse de la angustia y el pánico desmedido e irracional que corre por mis venas. Llegados a este punto, no sé si habrá algo que sea capaz de detener el torrente de emociones que amenaza con desmoronarme.

Cierro los ojos e inhalo profundo.

Mis pulmones apenas pueden llenarse con aire. Mis manos apenas pueden aferrarse al marco de la ventana.

«Relájate, Nathalie. Relájate ya. Contrólalo. No es más fuerte que tú. No es más fuerte que tú. No lo es»

Me digo a mí misma, pero sigo sintiendo como si pudiese arrancarme el cabello a puños en cualquier momento. Sigo sintiendo como si las paredes se estrecharan hasta llevarse todo el oxígeno en la habitación.

Otra inspiración profunda es inhalada por mis labios y, esta vez, siento como el cuerpo entero me hormiguea en respuesta. Exhalo con lentitud.

Repito la operación una vez más.

«No pasa nada. Estás bien. No pasa nada».

Inhalo una vez más.

Soy vagamente consciente de que, en la lejanía, un teléfono suena. La parte activa de mi cerebro grita que es el mío y que debo ir a contestar, pero la otra, esa que se encuentra entumecida y aturdida por el ataque de ansiedad que ha comenzado a hacer mella en mí, me exige que me quede donde estoy y no mueva ni un solo músculo del cuerpo.

Tomo otra inspiración profunda.

Esta vez, el aire logra entrar con más facilidad a mis pulmones y el alivio que me invade al conseguirlo, es abrumador. Tanto, que no puedo hacer otra cosa más que arrodillarme en el suelo y pegar la frente a la pared que se encuentra debajo de la ventana.

Pasa una eternidad entera antes de que, poco a poco, la ansiedad comience a disiparse y no cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a abandonar la posición en la que me encuentro, para sentarme sobre el azulejo frío de la sala del apartamento en el que vivo.

En estos momentos, con un poco de más lucidez, agradezco estar sola. Agradezco que no esté nadie aquí conmigo, porque no podría soportar que alguien me viese en este estado.

«Se acabó»

Digo, para mis adentros, luego de un largo rato.

«A partir de mañana retomo el medicamento».

El Magnate -MLBDonde viven las historias. Descúbrelo ahora