Capítulo 26

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—No tenías por qué ponerte a cocinar. —La voz quejumbrosa de Gabriel llega a mis oídos y una sonrisa socarrona se desliza en mis labios.

No respondo. Me limito a menear los huevos revueltos que tengo en la cazuela delante de mis ojos, segundos antes de verter sobre ellos la salsa que he hecho.

—Pero quería hacerlo —digo, en voz baja, luego de otros instantes más de silencio, sin siquiera molestarme en mirar en su dirección.

Se encuentra sentado en una de las sillas del comedor. Yo hace rato que estoy instalada frente a la estufa de la diminuta cocina del apartamento, dándole la espalda, mientras trabajo en el desayuno que estoy empeñada en tener.

Nada ni nadie impedirá que mi primer alimento del día sean huevos en salsa como los que prepara mi madre.

Ni siquiera la ansiedad que me invade. Mucho menos el nudo en el estómago que no me ha abandonado desde que Gabriel Agreste decidió quedarse a tomar los alimentos conmigo.

«¿Por qué demonios tiene qué hacerle esto a mis nervios? ¿Por qué carajo no soy capaz de relajarme en su presencia?».

—Pudimos haber ido a almorzar algo por ahí. —Gabriel insiste, medio fastidiado; medio divertido. —Te dije que yo te invitaría.

—Y yo te dije que no necesito que me invites a ningún lado —refuto. No es mi intención sonar orgullosa, pero lo hago de todas formas.

—Lo que pasa es que eres necia y testaruda, y se te ha metido en la cabeza la idea de llevarme la contraria siempre. —El magnate insiste y ruedo los ojos.

—¿Podrías dejar de quejarte? —digo, con fingida molestia pintándome la voz, al tiempo que me giro sobre mis talones para encararlo. —Agradece y disfruta el hecho de que estoy preparándonos el desayuno. No volverá a suceder.

El magnate entorna la mirada en mi dirección.

—¿Ves lo que te digo? Contigo puras agresiones —suelta, pero la sonrisa que tira de las comisuras de sus labios me hace saber que solo está tratando de hacerme enojar. —Primero te empeñas en cocinar cuando no hay necesidad de que lo hagas, y luego dices que nunca volverás a hacerlo. ¿Es que acaso tratas de engatusarme con tu comida para luego privarme de ella?

Una sonrisa irritada se apodera de mi rostro y sacudo la cabeza en una negativa.

—Y luego dicen que la dramática soy yo —mascullo, sin dejar de sonreír.

Una risa suave y ronca escapa de la garganta del hombre de aspecto descuidado que se encuentra sentado en una de las sillas del comedor, y mi corazón aletea en respuesta.

—Ven aquí —dice, al tiempo que estira una mano hacia mí. —Déjame besarte. —Todo dentro de mí se revuelve y el aliento se atasca en mi garganta.

Euforia, ansiedad, emoción... Todo se arremolina en mi interior y me hace difícil pensar con claridad. Ahora mismo, solo puedo mirarle la boca. Esos labios mullidos suyos que no hacen más que sacarme de quicio.

La distancia que nos separa es acortada por mis pasos tímidos y torpes y, una vez cerca, Gabriel se recorre hacia atrás en la silla, de modo que, cuando me detengo frente a él, quedo acomodada en el hueco creado por sus piernas entreabiertas

En esta posición, mi cabeza apenas le saca unos cuantos centímetros a la suya, así que no es le es difícil ahuecar mi rostro entre sus manos y tirar de mí ligeramente para besarme.

El contacto es suave. Dulce.

No hay nada arrebatado, ansioso o desesperado en él. De hecho, la forma en la que sus labios se mueven contra los míos es casi parsimoniosa. Como si tuviese todo el tiempo del mundo para besarme. Como tuviera la certeza de que no hay poder en el mundo capaz de hacerme renunciar a un beso suyo.

El Magnate -MLBDonde viven las historias. Descúbrelo ahora