Capítulo 30

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Hace calor. Una fina capa de sudor me cubre, el cabello se me pega a la nuca de manera incómoda y el peso de algo me aplasta la cadera.

Me remuevo un poco.

La piel desnuda de mi espalda, luego de mi movimiento, se pega a algo suave y cálido, y me detengo por completo cuando un gruñido (incómodo y ronco) me retumba en la oreja y me reverbera en el pecho.

Es en ese momento, cuando la bruma del sueño que me envolvía hace apenas unos segundos, se disipa lo suficiente como para permitirme ser consciente del peso que hay alrededor de mi cintura.

La confusión me invade de inmediato y abro los ojos. El aturdimiento, aunado al letargo provocado por el sueño, hace que, durante unos instantes, mi cerebro sea incapaz de procesar que la habitación en la que me encuentro no es la mía; pero, cuando lo hace, una punzada de pánico se instala en mi interior.

Entonces, miro hacia abajo y el horror me llena la boca de un sabor amargo. Hay un brazo envuelto en mi cintura y una pierna alrededor de mi cadera.

«Oh, mierda...».

Un puñado de piedras se me asienta en el estómago y el pánico y la preocupación no se hacen esperar; pero, en el instante en el que los recuerdos empiezan a inundarme, una oleada de alivio me embarga.

Mis ojos se cierran cuando, una a una, las imágenes de lo ocurrido anoche me llenan la cabeza y, de pronto, siento el calor de la vergüenza calentándome el rostro. A pesar de eso, una sonrisa eufórica se abre paso en mis labios.

Pasé la noche en casa de Gabriel Agreste. Pasé la noche entre sus brazos. Entre sus besos y caricias. Pasé la noche en su habitación, divagando en su piel, en la tinta que tiñe su cuerpo, en las ondulaciones de sus músculos y en la manera esa que tiene de hablarte con las manos.

Y, cuando todo lo físico terminó (cuando la exploración de su cuerpo y el mío acabó con nosotros dos en una habitación donde el silencio solo era interrumpido por nuestras respiraciones rotas), pasé la noche acurrucada entre sus brazos. Con el pecho pegado al suyo, mi cabello haciéndole cosquillas en el cuello y sus dedos ásperos trazando patrones delicados en la piel de mi espalda desnuda.

Gabriel no me hizo suya. No hizo nada más que tocarme y besarme. Yo tampoco hice otra cosa más que besarle y tocarle. Y, pese a eso, se siente como si todo hubiese sido, incluso, más íntimo que la consumación del acto. Como si esto tuviese más peso y significado que cualquier cosa que pudimos haber hecho de haber tenido un preservativo a la mano.

El brazo fuerte y firme que está envuelto en mi cintura se aprieta un poco cuando trato de acurrucarme más cerca de él y, cuando mi espalda queda pegada a su abdomen y mis muslos quedan flexionados justo delante de los suyos, otro gruñido retumba en su pecho.

Soy plenamente consciente del bulto creciente entre sus piernas (ese que en este momento está en contacto con mi trasero) y una nueva oleada de calor me recorre.

A propósito, me empujo contra él un poco más. En respuesta, las caderas del hombre que trata de dormir detrás de mí se aprietan contra las mías y la mano que descansaba en mi cintura, se eleva hasta ahuecar uno de mis pechos.

La respiración se me atasca en la garganta y cierro los ojos.

Estoy completamente desnuda. Él también lo está. La realización de ese hecho no hace más que crear en mi vientre un nudo de anticipación. De emociones encontradas provocadas por los recuerdos de lo ocurrido anoche.

Un escalofrío me recorre y, presa de una sensación vertiginosa de poder y control, me acurruco todavía más cerca.

—Si sigues haciendo eso —la voz enronquecida de Gabriel susurra en mi oído. La carne del cuello se me eriza al instante —vas a meterte en problemas.

El Magnate -MLBDonde viven las historias. Descúbrelo ahora