Capítulo 12

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PASADO 11

2:13pm

De golpe, Salomón y yo nos levantamos para acercarnos al agujero.

—Estamos atrapados...

—Por horas.

—¿Y le dieron a los botones? —El conserje tiene las bolas de preguntar.

Suelto un alarido entre risa y grito de horror. Salomón me lanza una mirada igual de desesperada como me siento.

—Claro que sí —contesta él con toda la diplomacia que yo he perdido—. Pero el ascensor no reacciona.

—Ah, debe ser que algo se averió. —Con un gruñido, el conserje vuelve a enderezarse y solo vemos sus zapatos y parte de sus pantalones azules—. Ya va, que me duele la espalda si me agacho mucho rato.

Es un pobre señor bien entrado en años que se debió haber retirado antes de que yo naciera. Sé que no es como que él pueda meterse dentro de el área del ascensor como un Rambo y encargarse del problema él mismo. Pero es nuestra esperanza.

—Señor Pedro —le ruego con la mayor dulzura que puedo—. Por favor llame a los bomberos o a quien sea que nos pueda ayudar.

—¿Que qué de los solteros? —vocifera desde arriba.

Salomón ahoga una risa y sale como si fuera un puchero.

—Bomberos —enuncio levantando la voz significativamente—. Que por favor llame a los bomberos.

—¿Bomberos? ¿Dónde hay fuego?

—Nada se está incendiando —le informa Salomón, y luego bajando la vos masculla—: solo mi cordura.

—Que llame a los bomberos pa' que nos rescaten —explico a gritos.

—Ahhh. No, mija. Con los bomberos no es el asunto. Tengo que llamar a la compañía que hace mantenimiento al ascensor.

—¿Y cuánto cree que se tarden? —indaga Salomón—. Es que tengo que salir pronto porque...

Cierto, tiene planes. Seguro con su futura novia.

—Ellos no se tardan tanto —carraspea el señor Pedro—, pero si ya están ocupados de aquí a que cierren se van a tener que esperar hasta mañana.

—¡No! —aullamos tanto Salomón como yo simultáneamente.

—En serio, Pedro —ruega Salomón—, tengo que salir pronto de aquí.

—Yo también —agrego—, llevamos no sé cuántas horas aquí. ¿Qué hora es?

Se hace una pausa corta.

—Las dos y cuarto —responde el conserje.

Es decir, según mis cálculos, que llevamos cuatro horas en esta caja de zapatos.

—Uy, y la empresa cierra a las cinco —comenta el señor Pedro como si estuviera hablando del clima—, hay que apurarse.

—Sí, por favor.

—Bueno, aguanten ahí.

—¿Qué más remedio tenemos? —mascullo por lo bajito.

—Un momento —llama Salomón cuando ya el conserje va por las escaleras—. ¿Pedro?

Pero a pesar de que Salomón repite su nombre cada vez más alto, el pobre hombre parece que no lo oye y continúa bajando por las escaleras lentamente.

—¿Qué? —le pregunto.

Salomón suspira mientras vuelve a sentarse sobre su periódico. Se recuesta contra la pared del ascensor sin fuerzas.

—Que se nos olvidó decirle que le avisara a nuestros papás.

—Ay. —Desfallezco sobre mi rincón y me abrazo de mis rodillas—. Tenéis razón. Tienen que estar preocupados.

Guao, me siento como una plasta. He estado tan cegada por la situación que no he pensado en mi mamá. Ella sabía que yo volvía directo después de clase y si ya han pasado cuatro horas sin rastro de mí, debe estar en pánico total. E igual los padres de Salomón. Ni el hijo ni la compra de supermercado les ha llegado.

—¿Gritamos otro poco? —sugiero.

—Confieso que me duele la garganta. —Salomón se encoge un poco.

—Entonces esperemos que el señor Pedro les informe.

—Sí. Y más confiable que Roberto sí es.

—Hasta una piedra es más confiable que un carajito de seis años. —Bufo con una sonrisa un poco trémula.

—¿Tregua? —Salomón ofrece su mano.

La observo por un momento. ¿Significa esto que ya no tengo que contestar la pregunta que hizo antes de que llegara el conserje?

Si es así... Tomo su mano y Salomón cierra la suya alrededor de la mía con firmeza. Mi mano es bastante más pequeña y la suya es caliente como un tizón y un poco más áspera que la mía. Es perfecta. Me cuesta soltarla.

Soy incapaz de levantar mi mirada hacia la de él. Descanso mi mentón sobre mis brazos. Me siento más triste después de este apretón de manos. La adrenalina se drena de mi cuerpo y es reemplazada por tristeza.

Al principio no entiendo por qué, pero hago uso de mi psicología de sillón sobre mí misma. Aceptar no armarle camorra a Salomón, y a la vez continuar fingiendo como que no me importa que no le gusto más allá que físicamente, es la última frontera del amor no correspondido que he albergado por años. Después de esto lo que queda es aplaudir desde la congregación mientras se casa con otra.

Quién me manda a ser tan odiosa. Y tan miedosa. Si al menos le hubiera dicho que él me gusta con la valentía de recibir el rechazo que me merezco, ya estaría en vías a superarlo. No tendría que salir con otros a ver si con otro clavo me saco este clavo, cosa que ni siquiera funciona.

—¿Estáis bien? Te veo como rara.

«No, lo que me veis es una crisis existencial».

—Creo que estoy cansada —respondo con una consecuencia de la causa.

—Cerrá los ojos un rato, que esto puede tardar.

—¿Y vos?

—Tranquila, ni loco te meto mano. —Él las levanta como si eso demostrara su inocencia.

El «ni loco» duele un poquito. Ya tengo más claro que el agua del Lago que él es incapaz siquiera de imaginárselo.

—No me refiero a eso, pendejo. —Pongo los ojos en blanco—. ¿Vos también estáis cansado?

—Cansado es poco. —Arruga la nariz—. También voy a intentar echarme un camarón.

—Con confianza, que no te voy a meter mano.

Sonríe un poco mientras se acurruca contra el rincón opuesto, pero sin la chispa de siempre. Quizás notó que más que sarcasmo, mi comentario estuvo lleno de amargura.

Qué tregua ni qué tregua. Lo que quisiera es no tener que verlo nunca más.

Recuesto la cabeza contra la pared opuesta, ladeándome para que no vea la lágrima que rueda por mi mejilla. Cierro los ojos e intento dejarme ir.

 Cierro los ojos e intento dejarme ir

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Todo lo que sube tiene que bajar (Nostalgia #2.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora