Capítulo 24

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PRESENTE 2

—Y así fue como nos enamoramos en un ascensor. —Pauso por un instante—. Aunque bueno, supongo que en realidad nos enamoramos antes.

Unos cuantos detalles fueron obviados para una audiencia que contiene niños pequeños, pero mi esposo sabe exactamente lo que pasó y no ha parado de carcajearse como una hiena desde que empecé el cuento. Varias veces su risa casi me hizo ponerme roja como un semáforo, pero eso hubiera sido una admisión tácita de nuestras andanzas.

Aunque, juzgando por las expresiones del papá de Salomón y de mi mamá, creo que leyeron entre líneas. Y más de veinte años habrán pasado, y casi lo mismo desde que Salomón y yo nos casamos tanto por la iglesia como por la ley, pero no me extrañaría que nos agarren a chancletas cuando nos descuidemos.

Debajo de la mesa, Salomón pone su mano en mi muslo debajo de mi vestido. Solo se salva porque estoy ocupada comiéndome un perrocaliente, y porque la superficie de la mesa es uniforme y opaca y no se ve nada debajo de ella.

—Qué romántico —dice Martina con un suspiro que solo una preadolescente puede expedir con tanto drama.

—Cuando crezca yo quiero un romance así —comenta mi hija menor.

—Ni se te ocurra —contrapuntea su padre—, vos solamente te podéis empatar con alguien cuando tengáis cuarenta.

—Ay papá, por favor —gime nuestra mayor con vergüenza.

—¿Todavía existen las fotos? —pregunta Valentina entre tragos de papelón.

—Sí. —Ahí sí me río—. ¿Las busco?

Los niños hacen un coro de afirmaciones que tienen mucho más peso que los rayos láser que salen de los ojos de mi esposo. De hecho, eso me impulsa a ponerme de pie e ir al cuarto de chécheres en busca del baúl de los recuerdos.

En una esquina de un estante, debajo de una caja llena de disfraces de obras de teatro escolares, consigo una cajita que venimos arrastrando desde que nos fuimos de Venezuela. La atraigo contra mi pecho y en eso un par de brazos se ciñen alrededor de mi cintura.

—Ni se te ocurra —susurra Salomón contra mi oído.

—¿Por qué no? —Suelto una risilla que termina en un ronquido—. Ya todos saben que sois un meloso empedernido.

—Pero que al menos no vean las pruebas —gime como un muchachito haciendo berrinche.

Me apoyo contra su pecho y acomodo mi cabeza contra su cuello. Salomón besa mi hombro desnudo por mi vestido playero.

—Yo sí quiero mostrarles al manganzón que enganché.

—Ya me ven todos los días.

Me estiro un poco para poner un beso en su quijada, áspera por el crecimiento de la barba del día. Salomón libera una mano para guiar mi mentón más cerca, y así desde detrás de mí, planta un beso en mis labios que por un momento me hace pensar que es mejor idea abandonar la caja y llevármelo a nuestro cuarto. Pero todo el mundo se daría cuenta de en lo que andaríamos, y de solo pensarlo me despabilo.

Con un sonoro chasquido de nuestros labios me separo.

—Pillo.

—Lástima que no funcionó.

Me abro camino hacia la puerta y ahí le lanzo una mirada sobre mi hombro.

—¿Quién dijo que no? —Guiño mi ojo y sus labios esbozan una sonrisa prometedora.

De regreso al patio trasero, vuelvo a sentarme a la mesa donde toda la familia se apiña degustando la parrilla que terminaron preparando Diego y Tomás mientras yo le echaba el cuento a los demás.

Todo lo que sube tiene que bajar (Nostalgia #2.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora