SILENCIO (20)

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En el silencio de la noche, cuando la soledad se adueña del corazón, los suspiros se vuelven casi inaudibles. En lo más profundo del alma, se esconde una tristeza que consume poco a poco, como una llama que se desvanece lentamente.

Las lágrimas, compañeras fieles de la tristeza, caen sin cesar, dejando un rastro salado en las mejillas. Cada una de ellas guarda el peso de los sueños rotos, las palabras no dichas y los amores perdidos. Van moldeando un dolor que se anida en lo más profundo, hundiéndose como un ancla que no encuentra puerto.

El corazón, que alguna vez latió con entusiasmo y alegría, ahora palpita con una melancolía persistente. Los recuerdos, como puñales afilados, se clavan una y otra vez en cada pensamiento, reviviendo los momentos de felicidad que ya no volverán.

El mundo parece transcurrir sin comprender el pesar interno, como si el dolor fuera invisible a los ojos ajenos. Las sonrisas alegres y los rostros serenos solo hacen más profunda la tristeza, que se camufla bajo un manto de aparente normalidad.

Y así, en esa soledad infinita, se encuentra un corazón quebrado, anhelando desesperadamente una chispa de esperanza. La fragilidad se torna evidente, vulnerable ante el paso del tiempo y las heridas del pasado. Pero en esa vulnerabilidad también reside la fuerza para sanar.

Aunque la tristeza parezca un laberinto sin salida, es importante recordar que el tiempo tiene la capacidad de curar las heridas más profundas. Las lágrimas derramadas, aunque dolorosas, purifican y allanan el camino hacia la paz interior.

Permite que el corazón llore, que cada suspiro le dé voz al dolor. Acepta que no siempre podemos evitar el sufrimiento, pero confía en que, con el tiempo, la tristeza se transformará en una lección valiosa y en un recordatorio de la fortaleza

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